La Opinión publicó ayer una entrevista realizada a mi buen y admirado amigo el doctor Francisco Cabello. Cualquier charla con él despliega un cúmulo de lecciones sobre sus especialidades médicas de sexualidad y psicología, a la vez que regala claves para descifrar algo de ese archivo de percepciones al que llamamos vida, porque en realidad no sabemos cómo llamarlo. De él aprendí, hace años, que el sentimiento amoroso tiene mucho de química cerebral, de concomitancia con la locura y la obsesión. Cuando esa característica no es tamizada por otras reflexiones, la relación se transforma en abismo. Si yo considero que la mujer debe de estar sometida al hombre, a partir de ese subidón bioquímico, querré tenerla junto a mí a cualquier precio y bajo ningún concepto entenderé su libertad de elegir, de pensar, de salir, o de ser en definitiva. Esta es la estructura profunda de la maté porque era mía, y de los amores que matan. La verdad desagradable asoma cuando uno descubre que hay chicas que comulgan con estas consideraciones de la existencia, por propia definición siempre propensa al sufrimiento sin que los humanos tengamos que añadirle nuestra propia salsa. Como explica el doctor Cabello, carecemos de una educación sexual, entendida también como una educación sentimental, esto es, del saber hacer sexo, pero también del saber estar en la sexualidad, sus sensaciones y sus daños colaterales, para que los sujetos implicados sepan interpretar, e incluso huir, de esas dificultades que el amor conlleva. Ya que nadie nos explica cómo morir, al menos que aprendamos a vivir, dentro de los difusos límites que ese verbo esboza. Pero no, ninguna ley ha contemplado hasta ahora la estructuración de estos saberes que en las casas, de modo general, no se abordan, y en los centros docentes se confían a charlas, encuentros y conferencias en el mejor de los casos, esto es, en esa parte de la enseñanza que no está reglada y, por tanto, no desarrolla un proceso de aprendizaje planificado. Los niños ni vienen de París, ni traen un pan bajo el brazo, ni saben de nada más que sus mayores.
Cuando las alumnas o alumnos del instituto preguntan sus inquietudes sin inhibiciones, la o el docente siempre se horroriza por unas dudas que descubren el peligro de múltiples ignorancias. Como una de esas verdades asumidas por la población, sin que nadie explique un porqué, nuestra sociedad considera que los jóvenes, así a bulto, manejan cualquier dispositivo informático; además, sobre la vida saben más que sus padres. Echamos mano otra vez del cobijo que edifican las abstracciones; así no tenemos que decir sexo, término aún tabú. De un modo amplio, en efecto, nuestros adolescentes juegan con el ordenador, y emplean ciertas aplicaciones de los teléfonos móviles con las que se comunican. Usar una hoja de cálculo, crear un blog, gestionar una web o escribir un texto de modo adecuado, exige una serie de destrezas que no desarrollan hasta que son practicadas en el aula. De igual modo, el temprano consumo de pornografía no garantiza que las y los chicos tengan mayores ideas de sexualidad, ni de las cargas emocionales que una relación sexual puede descubrir. No utilizan preservativos en todas las ocasiones; las alertas por posibles embarazos del fin de semana son frecuentes entre los segmentos más débiles de la población estudiantil con familias que no saben cómo actuar ante una situación así; además, desconocen las enfermedades venéreas. Si a esto unimos el hecho de que confunden los diferentes tipos de relaciones que los humanos establecemos, y le sumamos las dificultades para detectar vínculos de poder o sumisión, inducidos por las escenas pornográficas, concluiremos que una sociedad tan compleja como la nuestra continúa aprendiendo los asuntos del corazón en los boleros, cuyo resumen enuncia que al corazón nadie lo puede convencer de nada. Estas carencias de nuestro sistema educativo tiñen de luto una gran parte de los titulares periodísticos.