Que los independentistas catalanes vayan llorando por las esquinas como la Zarzamora no descubre ninguna novedad. Tal vez, ahora lo estén haciendo con motivo quienes sabían que vulneraban la ley por mor de un delirio mesiánico. Antes gruñían porque España robaba a Cataluña, luego porque no les dejaba votar un divorcio unilateral y ahora, según su versión, porque van a la cárcel por pensar diferente y querer hacer un mundo mejor. Si se mira desde otro ángulo, se podría argüir que como servidores públicos han desviado partidas del dinero de todos, hacia fines ilícitos. Sólo gestionaron los intereses de la ciudadanía que les era devota. Un cargo público no puede hacer eso. Palmeros y vedetes sabían que obraban mal pero nunca creyeron que las leyes, como esa vida que uno empieza a comprender más tarde, iban en serio aunque la declaración de su independencia fuese una broma, tal como han explicado ante los jueces. Un proceso tan chusco como bien orquestado. Gran parte de sus impulsoras e impulsores pertenecen a las élites de España, con formación en las mejores universidades del mundo pagada por familias adineradas. En lugar de buscar el bien común, de convencer al resto de la sociedad española de la necesidad de una república, de una nueva transición, sólo se dedican a incrementar esa rima que vincula al independentismo con el egoísmo. Dibujaron a las clases populares catalanas un país donde atarían los perros con esas butifarras que los pobres del sur del Ebro ahora les robamos. Un camino grotesco jalonado de mentiras y paradojas. Un rodillo secesionista, según ley D’Hont, que exige comprensión para su minoría, a pesar de su falta de sensibilidad con las minorías en su ámbito; un sistema preso de las antisistema; y unos exilios con efluvios de vacaciones hacia los que se han encaminado quienes juraron vencer o morir, como manda el himno de Riego. Una revuelta de ricos con muchas venganzas sembradas para el futuro, como escribió Ortega y Gasset que sucede con los asuntos que las sociedades dejan sin resolver.
El Estado no puede impedirse a sí mismo su actuación como Estado. Los distintos componentes de la administración no pueden contemplar un delito sin presentar denuncias y pruebas ante la judicatura; el aparato forense tiene que iniciar y concluir el acto administrativo que articula un juicio conforme a un procedimiento. Esta farragosa máquina libró al mundo civilizado de la necesidad de torneos y justas entre nobles y siervos de la gleba para dirimir diferencias. Pero nunca llueve a gusto de todos y aún existe quien defiende que las disensiones progresan adecuadamente mediante la coctelería Molotov, la pirómana borrokalera, o la de la unilateralidad consumada que tanto se parece a una violación. Estos ideólogos han terminado en la cárcel por pecado de obra, no de pensamiento, como podría aclararles el abad de Montserrat. Sin embargo, el gobierno, no el Estado, dispone de la facultad de la negociación, hasta ahora poco o mal usada. A los independentistas sólo les queda esa postura numantina, tan española, de la inmolación por falta de inteligencia práctica. Durante toda esta algarada, incluso las y los más extremistas dentro de los difusos límites de la razón, ya han contemplado las grietas de su proyecto. Fuga de capitales, aislamiento, fractura social y una España más cohesionada de lo que consideraron. Ha llegado el momento de hacer política, de que las propuestas revelen que la idea de una sociedad conjunta es más próspera que la de la balcanización independentista. Necesitamos el refuerzo de los vínculos afectivos y emocionales. Demostrada la solidez del Estado hay que aplicar con generosidad todos los puntos de sutura. Cataluña no es un enemigo; los independentistas catalanes tampoco. A los amigos no se les tienden puentes de plata etérea, sino autopistas de cemento con dos direcciones. Necesitamos política. Desactivemos el presente para que se anulen las venganzas del futuro.