Aún recuerdo la emoción que me producía la lectura de su libro “¿Cómo acabar con la cultura?” Fernando Merino lo traía a aquella aula de COU en el instituto de Martiricos, y lo leía en corrillo para los compañeros que avistábamos, entre risas, una tierra lejana más allá de aquellas lecciones, donde la cultura se contoneaba como indígenas adornadas por collares de flores y nos ofrecían frutas con sabores más agradables que las sangres lorquianas, la oscuridad de Buero Vallejo, y los poemones áridos y grises de la estepa de Machado. Era posible articular historias graciosas y profundas referidas a Freud, al Marqués de Sandwich, o a la mística hebrea. Pocos años después deglutí su cine. Pocas personas creyeron mi advertencia de que yo veo “Desmontando a Harris” una vez a la semana, hasta que conviven conmigo y, oh pavor, es cierto. Para mí Woody Allen ha sido un sólido anclaje cultural al que, incluso, he llegado a perder el respeto y desacralizar tras la lectura de su maestro Sidney Joseph Perelman, con un estilo más culto y al que Woody imita en exceso. Sin embargo, no es este el motivo por el que corren por las redes fotos de su estatua en Oviedo con carteles colgados que lo acusan de pederasta. Resulta irónico que vuelva a ponerse avisos del cuello a un judío en una tierra con tanto ascendiente germánico. Y si querían humillarlo en efigie al modo de la inquisición, ya podrían haberlo hecho tras el estreno de “Vicky, Cristina, Barcelona”; entonces sí lo merecía. Pero no, el recuerdo de una acusación de tocamientos libidinosos, otra vez traída a la palestra periodística por Dylan Farrow, su hijastra adoptada, ha sido suficiente para poner las sogas sobre la mesa. Dylan ha escogido un tiempo propicio. El caso ya se planteó hace años en Estados Unidos donde Woody Allen no es tan popular como en Europa. Las más prestigiosas instituciones de apoyo a los niños que han sufrido abusos intervinieron con la niña, Woody Allen se sometió al polígrafo del FBI, los jueces, aconsejados por peritos de todo tipo, no hallaron indicios para abrir un juicio, pero ahí está la caja de Pandora (tan de moda) para sacar truenos de donde ni siquiera hubo tormentas registradas.
Nadie con un mínimo de responsabilidad discutirá nunca la opresión que la mujer ha sufrido por micro o macro machismos, así como nadie negaría los seguros abusos sufridos en silencio por millones y millones de mujeres desde las posiciones de prepotencia y poder del macho de la especie, pero la condena no se puede basar en la denuncia. Eso ya ocurrió. Durante la España de Franco, la denuncia realizada por un ciudadano afecto hacia un rojo equivalía a su cárcel, fusilamiento y ruina de la familia por muerte económica y civil. Stalin apenas necesitaba intuiciones para deportar pueblos a Siberia. Conocemos las aberraciones de Hitler. Las insinuaciones de judeizante, luterano o católico costaron en en siglo XVII cientos de miles de muertos en Europa. McCarthy borró actores y actrices de Hollywood basándose en cotilleos. Ronald Reagan ascendió muchos peldaños por delatar a compañeros rojeras. La justicia es un concepto tan abstracto y convencional como casi todos en los que el ser humano fundamenta su civilización, pero esta sociedad que tanto trabajo ha costado construir, en la que las personas son inocentes hasta que no se demuestre lo contrario, no puede ser embrutecida por la impotencia que sienta un grupo ante la dificultad para probar una determinada situación. Es comprensible, pero no podemos transitar de nuevo los caminos inquisitoriales que, además, son los que justifican otras violencias que en sí se consideran justas, por ejemplo, la terrorista. Los surcos de la razón se labran con mucha dificultad pero, por ser profundos, son más fértiles. Un tipo en Manhattan creyó que yo era Woody Allen, y esto no es un recurso literario. El caso es que si nos ponemos en plan Monty Python, cualquier turba de feministas furibundas me podría haber lapidado allí mismo, a pocas esquinas del apartamento del señor Allen y bajo su atenta mirada. El fin justo exige medios también justos.