Quienes me conocen estarán con los ojos abiertos como búhos ante el titular. Nunca me gustó el fútbol y no sé nada de fútbol, aunque por mi edad, soy de quienes tenían en el cuarto un póster donde aparecía el mítico jugador del Málaga, Viberti. Incluso pedí un autógrafo a Migueli, y vi en La Rosaleda al Peñarol de Montevideo contra nuestro equipo local. Tal vez, por ser niño blanquiazul, dejó de interesarme un deporte en el que mi equipo subía y bajaba de primera a segunda como el oleaje en el Peñón del Cuervo. Por otra parte, mi niñez me adjudicó el papel de gordo-gafas, adecuado para sacar libracos del bibliobús los sábados por la tarde, pero poco acorde con las cabriolas que debía ejecutar sobre una superficie alfombrada por socavones embarrados, ante un balón dudoso, y frente a una escuadra invisible delimitada por cuatro piedras. Siempre quedaba el último en la elección de equipo y siempre me anclaban cerca de la portería, ajeno al área de la gloria, por si mi masa corporal curvaba el continuo espacio-tiempo y capturaba, así, la pelota enemiga como satélite. Yo, alegoría de mi vida futura, me limitaba a verlas venir y a protegerme las gafas para que en casa no se montara la tragedia. Con tal currículum en consonancia con ridículo, y mis pocas ganas innatas de correr, el fútbol nunca figuró entre mis opciones. Por otra parte, con el paso de los años, mi carácter se ha forjado en una vía profundamente envidiosa y egoísta, lo que me produce una incapacidad para identificarme con cualquiera que gane algo y que no sea yo. Con el Málaga he tenido pocos problemas en ese sentido, pero no con los dioses de mi barrio de adolescencia y juventud que se llevaban, en justa concordia, a las que por aquel entonces considerábamos también diosas de aquellas calles. Aunque ese amasijo de experiencias, torpezas y aburrimientos, que llamamos vida me haya matizado mucho aquellas divinidades de barrio, creo que aún no he calmado esos rencores enraizados en aquella práctica deportiva. La tele decía que el fútbol era cosa de hombres y se ve que yo no cumplía tal condición.
A pesar de que el fútbol inundaba conversaciones y páginas periodísticas en esa época mía de la que les escribo, los destartalados setenta, aún tenía menos repercusiones éticas que en la actualidad. Los futbolistas eran estrellas, por supuesto, pero nunca supimos sus opiniones políticas y, desde luego, jamás tuvieron esta influencia colectiva con sus comportamientos como la que hoy provocan gracias a los millones que trincan, a los coches y lujos que exhiben, y al enjambre de inversores necesitados de su transmutación en héroes para luego vender los derechos de propiedad de un héroe. Un fenómeno a nivel europeo, no sólo español. En Reino Unido, se convierten en best-seller no sólo las biografías de los deportistas sino las de sus novias. Una buena parte de nuestra adolescencia imita peinados, ropa, desodorantes y maneras de sus ídolos dentro o fuera del campo. El Barça es más que un club pero el fútbol es más que un deporte. En este contexto leo que el Málaga, al tiempo que ha destituido a su técnico, pretende evitar el descenso mediante el fichaje de un jugador que aparece como un tipo desequilibrado y narcisista en las redes sociales, pero que, además, arrastra acusaciones de violencia de género. No sé quién fue a buscar a este salvador pero, desde luego, olvidó sobre la mesilla varias piezas del neceser moral cuando hizo la maleta. El machismo en el fútbol no se elimina porque las mujeres acudan al campo para vitorear a los suyos. Este posible fichaje ya ha marcado un primer golazo a esos valores de igualdad y no violencia que la sociedad española, futbolera o no, está intentando sembrar en todos sus estratos. Los goles limpian los pecados. Todo vale en este paraíso de billetes que el fútbol genera. Un equipo en descenso no ensucia el nombre de una ciudad. La acogida de una persona como la antes descrita, o similar, calificaría al club y a Málaga como un barco de tercera, pero sin honra. Pésima lección para buena parte de la juventud malagueña. Temen que al final no venga. Lo flipo.