A causa de un resfriado durante, por fortuna, las ya pasadas navidades, mi consumo de películas se disparó sobre el habitual. No me interesa tanto ser un devorador de estrenos, sino un trillador exasperante de cada una de las obras que cae en mis manos. El pasado finde, por ejemplo, vi por ya no sé cuántas veces “Pulp Fiction”, fíjense en mi poca originalidad con los títulos. Pero ya digo que soy de los que funden el reproductor del DVD con un mismo disco. Hay pelis que envejecen mejor y otras peor. No descubro nada nuevo, pero, por encima, de sus cualidades estéticas, cada documento fílmico se comporta como una caja de tiempo que conserva las características de una época e, incluso, desvelan cómo un grupo concebía el futuro o el pasado. Así, en “Pulp Fiction”, por regresar hacia años recientes (1994), exhibe entre sus fotogramas decenas de cigarrillos, conlleva casi una justificación del consumo del tabaco. Sus personajes chirrían entre los efluvios del humo exhalado en dormitorios, bares, restaurantes, taxis, por nervios, tras competir, porque sí y porque no. A ningún guionista actual se le ocurriría que un personaje encendiera un habano en un avión. Un buen día, las autoridades correspondientes decretaron la guerra contra el tabaco y la inmensa mayoría de la población aceptó hacer suya esta consigna, hasta el punto de que quienes tolerábamos el fumeteo en bares de madrugada, hoy no lo soportamos. Las sociedades dependen de sus gobernantes mucho más de lo que el ciudadano considera y, lo que es peor, las sociedades siguen a sus gobernantes mucho más de lo que la propia ciudadanía considera. Serán efectos adyacentes de ese instinto gregario que, como primates, albergamos.
Ser un Robinson de las ideas exige desmenuzar los discursos para localizar sus espinas; incluso, podríamos decir que es desagradable. Hay eslóganes prestigiados de antemano, y otros cuya enunciación condena a su emisor hacia las alcantarillas del llamado pensamiento único, que es todo aquel que no coincida con unos ciertos postulados que refulgen como pretendido pensamiento diverso. Imaginemos a un ciudadano que defendiera en la cervecería de su barrio que la sociedades democráticas son más felices y eficaces que las autoritarias. Ahora situemos esa cervecería en la Alemania de Hitler, o en la Unión Soviética de Stalin; en ambas ese hereje antisocial hubiera sido acusado de perpetuar el pensamiento único por no defender aquellos dogmas que preconizaban justicia social, poder obrero e igualdad, principios con los que todo el mundo está de acuerdo en sus fines, pero no en los métodos para ser alcanzados. Si giro la mirilla hacia el actual conflicto de valores que se está produciendo en Cataluña, descubro que dirigentes como Rufián, uno más pero con apetito mediático, han tomado la irresponsable bandera de la difamación calculada de la sociedad española en su conjunto, mediante una deliberada confusión entre Estado y gobierno, o entre partidos políticos y gobernantes. Así, cuando habló sobre la última sentencia de Junqueras, finalizó su discurso expresando que la situación carcelaria de su compañero se debía a la corrupción española. El detonante para que los dirigentes nacionalistas catalanes, criados en los mejores colegios y universidades, empujaran a gran parte del pueblo como ariete hacia la ruptura con España, se produjo por la imputación de los Pujol en el caso de las ITV y otras podredumbres catalanas. Artur Màs inició entonces un incendio que creo se le fue de las manos y pilló a dirigentes sociales con los botes de gasolina llenos para ser arrojados sobre esas llamas. Convertirse en líder conlleva una responsabilidad. Los dictados de las urnas son los inducidos por los mismos dirigentes que luego dicen ante cámara que deben cumplir como mandato del pueblo, una proclama poco original ya expresada por todas las dictaduras que en Europa han sido. Seguir al líder significa ejercer como muñeco de ventrílocuo, pero es complejo ser consciente de que uno lleva un dedo metido por la trasera y, además, está hablando con voz de otro.