La semana anterior, para anunciar la consulta sobre la independencia de Cataluña, el presidente Puigdemont instaba a rebelarse a los votantes contra el país del pensamiento único, en referencia el estado español. Así están las cosas, según sentencia de filósofo de codo en barra. Recuerdo una columna que Alfonso Canales publicó en este periódico en la que centraba los tiros sobre la, entonces, reciente manía idiomática de comenzar cualquier frase con la muletilla “la verdad es que”, como si el hablante tuviera que exorcizar la tentación de mentir en cada afirmación. El poeta se habría horrorizado con la actual variante de “en verdad” con la que todos los jóvenes, comprendidos hasta los 53 años que profeso, inician el discurso. También recuerdo otro magnífico texto de mi querido Álvaro García en el que abordaba el tema de referirse “al tema” para introducir cualquier tema. El tema es que son modas que, como el prêt-à-porter, pues eso, unas quedan al fondo del baúl y no regresan, mientras otras conocen una especie de reencarnación crónica, como las gafas de pasta o esas horribles sandalias romanas. El idioma tiene sus manías. En ocasiones, el vocablo al uso vuelve a la vida pero como un zombi, esto es, sin su alma originaria. Existe, oímos su sonido pero, en realidad, ya es otra palabra con un significado, un alma, diferente; en la mayoría de las ocasiones, debido a intereses de uno u otro tipo. Eso que los filólogos llaman en su jerga, las connotaciones. Así, el término “fascista”, a modo de revancha histórica, cuando se arroja provoca ahora parecidos efectos a los de “rojo” durante la dictadura. Yo oí a un camarero que se quejaba del vecino que protestaba su volumen de música a las tantas de la madrugada mediante el breve descalificador que lo señalaba como fascista. Dícese del ciudadano que pretende dormir en su propio domicilio. Discusión zanjada tal y como en la posguerra alguien soltaba por los mentideros del pueblo que fulanito era un rojo y la brigadilla se encargaba de eliminarlo y arruinar a la familia. Rojo, dícese de quien tiene algún bien de interés para alguien.
La precisión en el uso de las expresiones es importante por aquello de entendernos y comprender el mundo que nos rodea sin que amanezca como un trampantojo perpetuo. El tema es que, en verdad, uno puede acabar viendo fascistas o rojos en todos aquellos semejantes que nada tengan que ver con una u otra ideología. Y aquí llega lo del pensamiento único. Siempre que he oído al alguien acusar a otros de estar poseídos por eso del pensamiento único, así sin una definición previa de qué oculta tal sintagma, es porque no pensaban como el amo del dedo que señala. El pobre éxito de lecturas, Carlos Marx, tan inspirador de ventoleras en su nombre, avisaba de que la ideología es el peor enemigo de la idea. Diógenes, el perro, buscaba a algún hombre razonable con un farolillo encendido en mitad del día por las calles de Atenas. Descartes comienza dudando de todo para iniciar su método de pensamiento. Kant dedicó su vida entera a ordenar sus ideas por unos caminos que considerara adecuados. Perdón por la andanada de nombres. Estás con una cerveza en la mano, charlando de la nada y cualquiera se atreve a espetarte en las narices que tal o cual opinión la emites porque estás preso del pensamiento único, como si el pensamiento pudiera ser único, según su propia y libre condición. Pues ahí queda ya otro político que arenga contra el pensamiento único que, en este caso, por fin descubierto, oh milagro, coincide con unas determinadas fronteras y una serie de ideas que no militan en la ideología con la que él maneja la realidad que se le presenta cada mañana. A pesar de mi juventud, arriba manifestada, en verdad la vida me ha enseñado a desconfiar de esos salvadores que aparecen con una fórmula mágica en una chistera, por lo general, tapizada por la desconsideración hacia quienes están inmersos en ese indeterminado pensamiento único, siempre muy distante al de quien lo invoca. Esas modas discursivas nunca son inocentes.