Recuerdo aquella tarde en mi escuela de Miraflores. Inicios de los años 70. El maestro afirmó que España tenía más montañas que los demás países de Europa. Los escolares, de apenas cuatro años, aplaudimos y vitoreamos aquella frase mientras nos mirábamos emocionados, llenos de una vaharada de orgullo inexplicable. Más montañas, fíuuuu. De joven, descubrí en “Amarcord” de Fellini una escena parecida. Los estudiantes jovenzuelos celebraban la foto de uno de los edificios más distorsionantes de la arquitectura en Roma, el Altar de la Patria, tras la caída de Mussolini, renombrado la tarta, o el pastel, con cierta resignación. Ese tipo de reacciones alberga grandes dosis de una sentimentalidad siempre en rima con irracionalidad. Fellini corta aquel fervor explosivo mediante la introducción de la diapositiva de una impresionante curvy, jaleada aún con más ímpetu por aquellos adolescentes. A mí se me cortó la alegría por aquel impresionante mar de montañas españolas cuando, años después, me obligaron a aprenderme sus nombres y altitudes. Un esfuerzo suplementario para el estudiante español del que se libran los portugueses u holandeses, menos agraciados por la naturaleza con tales accidentes y, por tanto, con un menor índice de fracaso en Geografía. Todos estos recuerdos me han despertado las palabras de nuestro alcalde cuando ha dicho en el congreso provincial del PP que Málaga puede competir con cualquier ciudad del mundo. Quizás se refería a que puede competir con cualquier ciudad de la provincia de Málaga, y olvida la existencia de mi Antequera natal, o la divertida Cuevas del Becerro. Quizás se haya amparado en la extensión ilimitada del verbo competir cuando no se acompaña de un complemento que la precise; esto es, competir en número de merdellones, competir en cantidad de medios de comunicación cerrados, competir en la proporción de restaurantes sin estrellas Michelin. Competir, pero en qué.
El planeta se ha quedado pequeño para Don Francisco. Imagino que no pretende competir contra ciudades de verdad, Berlín, Londres, Nueva York, Madrid o Barcelona. Tenemos una delegación del Pompidou lo que no nos convierte en París. Disponemos de una delegación de Coca Cola y eso no nos otorga el índice industrial de Atlanta. Nuestras playas volanderas no parecen las de Valencia y no nos aproximemos a las de Río de Janeiro o las de Long Island e, incluso, Marbella. Podemos competir en espetos. Málaga es la ciudad del mundo con espetos, mira tú por dónde. Algo nuestro y que nos sitúa en un punto del mapa. El principal defecto de los nacionalismos, cimentados sobre frases grandilocuentes para públicos precocinados, consiste en que distorsiona la realidad de tal modo que deja intactos los problemas. El efecto placebo. De la Torre ha heredado cuestiones nunca resueltas, a la vez que ha solucionado algunas y ha generado otras nuevas. No es el Carlos III de Madrid. Su sueño de ciudad ha optado por la extensión, en lugar de la reurbanización de los espacios abandonados de las zonas céntricas. Así, el viajero curioso, a pocos metros de la Casa Natal puede encontrase con un área urbana repleta de locales vacíos y edificios de protección social trazados por arquitectos de integración social, según se deduce de las condiciones de vida a las que esas estructuras someten a sus habitantes. Al igual que esta muestra de degradación urbana, podríamos mencionar varios más. El nivel de bienestar de las ciudades no se mide según su Muelle Uno, sino por la calidad de vida de sus barrios y ahí podríamos discutir contra qué competimos. De la Torre ha creado un parque de atracciones con el que pretende dinamizar una ciudad que puede acabar transitando por los mismos cauces que la loca Alicante o así, no los de Florencia o Vitoria. Parece que el alcalde quisiera ser gerente del Tívoli y buscase diseñar una réplica en nuestras calles. Tras los trampantojos del escenario aún existe una gran Málaga que compite contra el final de mes, incluso contra las horas del día, sin los delirios malaguitas de nuestro alcalde.