Aún impactados por el atropello de varios ciclistas en Valencia, nos sorprendemos con otro de parecidas características en Tarragona. A veces el destino siembra las desgracias en surcos de eco para recordarnos nuestra naturaleza mortal. Pocas certidumbres hay tan indiscutibles. Otra cosa sería la discusión sobre el camino que conduce hasta ese punto final. Un personaje de Woody Allen, locutor de telediario, informaba a su audiencia de que, según declaraciones de la norteamericana Asociación Nacional del Rifle, la muerte es un hecho natural. Y, en efecto, existe quien contempla la vida con esa simpleza que no hace sino arrimar el ascua a sus intereses, además de allanar cualquier tipo de razonamiento, esa característica humana que debería de provocar una actitud contraria a la de sentarse a ver cómo pasa la existencia igual que el río de la canción. Con la edad me he vuelto determinista para algunos asuntos, no para otros. Por ejemplo, cuando me muera no faltará quien diga que nunca me cuidé, entendiendo por tales cuidados lo de practicar deporte, dieta mediterránea, dormir sus horas, usar preservativo y beber alcohol con mucha moderación. En efecto, no me acuesto más que cuando mi cuerpo se rebela contra mí y me obliga a ello, no tengo problemas con la comida basura, no voy a hablar de mis relaciones, y soporto el sector hostelero sobre mi hígado. No se trata de hacer una apología de la vida canalla. Considero la existencia una trinchera de la que he visto partir a amigos que jamás trasgredieron una norma. En fin, a partir de una edad vivimos la propina de Dios, como expresó Raymond Carver. Pero ya he dicho que para otras muchas cuestiones no soy nada determinista, puesto que implicaría aceptar la casualidad y, por desgracia para mí, ni creo en casualidades ni en otra vida más allá, lo que me condena a convivir con mis contradicciones, a considerar la existencia una y finita, y a tener que analizar cualquier fenómeno desde sus premisas con mi tan maltratado cerebro.
Hubo un tiempo en que me dio por esa vida que aconsejan los manuales médicos, para mí discutibles, y me entregué a la bici. Compré una preciosa mountainbike cromada y sobre su sillín violador me lancé a la aventura, casi filosófica, de recorrer caminos. Una vez hecho a la mística del pedaleo, pretendí que la bici sustituyera a mi coche para los desplazamientos hacia el trabajo. Alhaurín de la Torre-Avenida de Velázquez, y vuelta. Esa pretendida vida sana duró hasta el día en que un enorme tráiler se dirigía por su desviación correspondiente hacia el aeropuerto, al mismo tiempo en que otro igual me adelantaba por mi izquierda. Me vi entre dos camiones. No creo que jamás un humano haya pedaleado tan rápido como yo durante aquellos segundos. Encima, dada mi incapacidad para aprender las lecciones que la vida me pone al paso, decidí volver a dejar aparcado el coche hace pocos meses y compré otra bicicleta, esta vez para ciudad. Abandoné tal idea cuando la segunda caída en las curvas del carril bici que conduce desde el Parque de Huelin hasta la Torre Mónica. La muerte sobre las ruedas de una bicicleta no ejemplifica un hecho natural, como proclama la Asociación del Rifle sobre la producida por una bala. Nuestra civilización está construida y pensada para el coche. Sólo se puede salir de las ciudades por una autopista. El trayecto en bicicleta entre Málaga y Torremolinos, por ejemplo, significa un intento de suicidio porque ni siquiera es posible el paso para el peatón por el puente sobre el Guadalhorce. Los carriles bici en Málaga son ridículos y muy peligrosos como ya advirtió la OCU. Los trazados viarios riman con los intereses inmobiliarios antes que con los de movilidad efectiva y sin humos. Los ciclistas se ven abocados a carreteras secundarias, como la de los Montes, donde dependen de que los conductores no cometan ningún fallo al volante. Esas muertes tan casuales son producto de la combinación de varias torpezas humanas, no el resultado de la ceguera de un dios.