Aunque mi admirado José María de Loma abordó la semana pasada este asunto, permítanme que yo también abunde en idéntica cuestión y, por favor, no me comparen con él. Vuelvo a las acusaciones del holandés Dijsselbloem. Afirmo que merece la pena gastarse el dinero en nuestros vinos y mujeres, hombres y perros. Sostengo que no sucede igual en otras partes de Europa por motivos obvios. De ahí, tales acusaciones. Cuando era pequeño, se llevaba mucho lo de la caridad. Los tebeos dibujaban escenas en las que una señora, así a modo de ejemplo, daba una moneda a cualquier desharrapado a la vez que le soltaba el imperativo de que no se lo gastara en vino. En vino extranjero, nunca desde luego. Con ripio y todo. El pobre, además de menesteroso, debe estar triste y sobrio. Que el frío se cuele por sus venas hacia la conciencia de sus pecados. El tal holandés, vicepresidente de un organismo plurinacional a la busca de una sociedad común, se confiesa lleno de odio y de puritanismo. La vida como valle de lágrimas enuncia un concepto colectivizado desde los brumosos inicios de la Edad Media. La cultura europea del norte siempre rechazó cualquier atisbo de diversión. La risa se consideraba pecado, refugio de rebeldes y signo del demonio. El vino pertenecía a los antros de Baco y la sexualidad a los altares de Venus. Las raíces del pecado siempre fueron visibles para el puritanismo de los protestantes, o para el ascetismo católico. Pero sobre todas ellas la pobreza y la miseria como paga de estos pecados. Para el pensamiento determinista luterano, el hombre tendrá lo que merezca. Los latinos, más laxos y vitales, encajamos mal en aquella idea Europea de ojos azules y piel rosácea, con el trabajo y la riqueza como únicos objetivos. El tal holandés así lo cree. Somos pobres porque nos merecemos tal pobreza y, además, la caridad que nos entregan para que compremos pepinos de Holanda, coles de Bruselas y lombarda de Alemania, la gastamos en vino y mujeres.
Esta crisis ha destapado la insolidaridad entre los pueblos de Europa y hasta los de España. Incluso la de los pueblos de al lado de otros pueblos. Los ricos se quieren separar de los pobres. La miseria huele a vino y mujeres, los ricos a honradez, nubes y trabajo. El separatismo catalán y vasco provienen de la insistencia en ese hecho tan diferencial de la renta per cápita. Mientras más ingenieros, trabajadores cualificados y terratenientes, más altas serán las bolsas de impuestos que allí se cobren. Lo sorprendente de estos casos es el apoyo que reciben por parte de una intelectualidad de izquierdas a la que se le cae la boca en defensa de una solidaridad obrera, pero en abstracto y en cartelería soviética. La redistribución de la riqueza se realiza mediante impuestos en nuestras sociedades modernas. Si me devuelven lo mismo que pago al fondo común, no he aportado nada para los demás. Dirigentes catalanes han dejado caer iguales perlas a las del holandés sobre andaluces y extremeños, ladrones oficiales del reino. Sin embargo, el gasto en vino y mujeres y hombres, es una magnífica locomotora de la economía. El vino conlleva trabajo en el campo, esto es, no sólo jornaleros sino consumo de productos químicos o maquinaria agrícola alemana u holandesa. Luego, generará empleo en el transporte y en diferentes sectores de hostelería. Incluso, al final del proceso, médicos y sanitarios intervendrán seguro, como paso previo a los sepultureros. La otra cara de la diversión, mujeres u hombres, pues ya ves. Hay que gastarse un pastón en ropa, coche y perfume para aparentar, sectores gravados con unos impuestos de lujo que llenan las arcas públicas con rapidez. Si las noches concluyen bien, lo mismo hay que tirar de joyería para sellar compromisos. Considero que esta actividad nuestra tan vital, tan contraria a los parámetros cuaresmales europeos, dinamiza la economía del viejo continente por esas pocas monedas que revertirán en esas fábricas del norte, de todos esos nortes posibles para quienes los sureños somos viciosos antes que pobres. Sigamos bebiendo y besando.
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