Por alguna combinación de birlibirloque se han puesto de moda las casas de empeños. Ciertos programas televisivos emiten series, más que bocados de realidad, donde no falta su entramado de distintos caracteres, tensiones y alegrías. Al mismo tiempo proliferan en nuestras ciudades ese tipo de negocios que, cuando yo era pequeño, se mantenían casi en una zona oculta al fondo de alguna oficina bancaria, susurrados bajo el sintagma de monte de piedad, empresa especializada en préstamos otorgados mediante garantía de joyas hogareñas y similares. La piedad reconoce las virtudes si están materializadas sobre yunque de joyero, palabra que, por cierto, aunque aquí no la escriba, aprendí de tanto hacer crucigramas en aquellos tiempos de mi niñez cuando lo más cercano a la play-station se disfrazaba como radio de lámparas donde se captaba una o dos emisoras. Jugábamos en el monte y la piedad escaseaba tanto como ahora, poco más o menos.
Según uno descubre en la tele, la casa de empeños refleja la idiosincrasia de la ciudad. Si tengo un apuro económico, ya sé que puedo dirigirme a Las Vegas, Detroit o un lugar de Gran Bretaña del que aún no me he enterado de su ubicación. Alucino con lo que la peña acumula en el trastero. La familia propietaria de la casa de empeños de Detroit tiene que lidiar con delincuentes; por allí aparecen desarrapados que pretenden colocar un ordenador roto o gemas falsas. Una ciudad arruinada donde la tensión se percibe en cada cliente e, incluso, entre los protagonistas de tal show. Lo de Las Vegas es otra cosa, fluye el dinero y una familia bonachona, ajena a las broncas de Detroit, adquiere manuscritos europeos del siglo VIII, lo mismo que los calzoncillos certificados del asesino de Abraham Lincoln. Si nos fijamos en el caso británico, todo transcurre como la vida en un jardín, inglés por supuesto, tan cuca como mortecina.
La televisión se sostiene sobre un andamiaje de mentiras tan amplio como cualquier ficción. Basta que el foco de la cámara se centre en una esquina u otra para que la miseria o la podredumbre reluzcan. El caso es que un paseo curioso por las tiendas malagueñas cuadra un balance de sensaciones muy distinto al que pretende ese nuevo tipo de realities. Su interior configura un catálogo de pequeñas derrotas. Allí se apilan instrumentos de música desconcertados ante su tan imprevisible destino. Pesas y cintas de correr concebidas para modelar unos cuerpos que tal vez soñaban con encontrar, en un par de días, apenas sin esfuerzo, a ese yo perdido al fondo de los espejos a quien uno ya renuncia con la virulencia del abandonado una y otra vez en iguales habitaciones. La sección electrónica emite el lamento de la codicia humana por contar con el último dispositivo tecnológico, actitud que, al menos, permite que los menesterosos podamos adquirir el casi último eslabón ya olvidado por ese anterior dueño que le juró un amor tan constante como dispusiera la dinámica del mercado.
Quizás, el visitante extranjero iluminado por esa aldea en que hoy se ha convertido el mundo de la televisión, llegue a Málaga desde Las Vegas, por ejemplo, a la busca de algún boceto que Picasso dejó como pago por un café en La Plaza de la Merced, una camisa firmada por Antonio Banderas, el sujetador de la última novia de Julio Iglesias olvidado en cualquier hotel de la Costa, o el turbante enmarcado del Rey de Arabia Saudí que regaló mientras corría por alguna calle de su urbanización. Pero no, aquí no, la historia malagueña se puede parecer más a la de Detroit, pero sin el glamour que aquella ciudad acaparó cuando su brillo de estrella industrial. Empeñamos la constancia, el esfuerzo y la ambición, tal y como nuestras autoridades han empeñado nuestras calles del Centro y cualquier redundancia de ciudad civilizada. Urbe tras el escaparate. La respuesta a este enigma es Málaga. La solución a yunque de joyero, tas.