No sé quién dijo que para estar bella hay que sufrir. La sentencia me parece un despropósito. Pertenezco a ese grupo humano de quienes prefieren el placer. La vida de por sí agrega el sufrimiento a cada día como si cubriera con queso sus macarrones. La vida no es mala persona. Le sale así, como el parpadeo o el estornudo. Incluso inevitable como el acné juvenil o los amores imposibles. La vida no puede esquivar el sufrimiento con que fermenta el pan nuestro de cada día. Fue aquel alucinado grupo de anacoretas que pobló el desierto durante los inicios del cristianismo, el que propagó la idea de que el dolor y la penuria conducen al cielo. Las doctrinas de aquellas personas han determinado casi dos mil años de religión y leyes en nuestro occidente y zonas de predicación. Súbase usted a una columna, pase sin comer allí varios meses y ya veremos las lindezas que suelta por esa boquita, producto de un cerebro que se ha quedado como un chicle después de diez horas al sol. Personas en quienes concurrieron estas circunstancias lisérgicas son quienes proclamaron la utilidad del sufrimiento para alcanzar un día el no sufrimiento. Yo prefiero aquello de pájaro en mano que ir al cielo volando.
El caso es que unas ciertas tendencias en la moderna hostelería malagueña siguen aquellos dictados de la patrística, incluso sin haberla leído. Para superar aquellos viejunos cócteles de gambas y sanjacobos que jalonaban las mesas de cualquier restaurantito que pretendiera cierto empaque allá por los años ochenta, han confeccionado cartas experimentales y de fusión bajo el dictado de una cierta fraseología común: crujiente de, canónicos con, rúcula bajo, tintado por una reducción de, y todo ello con salsa romanescu. Bien ya tenemos el argumento de la obra, ahora necesitamos el espacio dramático donde camareros y cocineros tienen que representar la tragedia, comedia o drama, según transcurra el civilizado acto de comer en sociedad. Y ahí comienza la pasión, con efluvios de martirio, que el comensal soporta y, además, paga.
Una buena parte de la hostelería malagueña se ancló en sus frituras y tradiciones y otra, al socaire de la invasión turística, ha nacido con las pretensiones de descubrir nuevos caminos. En principio parece buena idea. Lo que no entiendo, como cliente, es que esas rutas gastronómicas trascurran por los vericuetos de la incomodidad, casi como distintivo de una nueva cocina. Un buen número de restaurantitos recién abiertos centran su vanguardia en eliminar las sillas de la sala, o comprarlas como sobrantes de campos de tortura. A los que instalan barriles como mesas los deberían de condenar a comer allí de por vida. El cliente llega con la disposición de gastar en el local un par de horas, y cincuenta euros como poco, y lo sientan en un tablón junto al ladrillo desnudo de la pared que, en casos aún atufa por la humedad. La luz, habitualmente proporcionada por bombillas desnudas envueltas en un saco o trapo del polvo, se denomina de atmósfera povera. Ahí están los diseños de mi buen amigo Juan Santos que con un cartón hace maravillas. Las pretensiones de ahorro no tienen por qué estar enfrentadas con la imaginación. A pesar de los diseñadores malagueños, muchos locales a la busca de una modernidad ya antigua se pelean con el buen gusto, lo que puede ser discutible. Pero también cultivan una indiscutible ausencia de comodidad. Cualquier día veremos palos de gallinero como sustitutos de esas puertas y maderas de desecho donde sientan a la clientela y la incitan a la huida o al síndrome de Estocolmo.