Hoy comienza el nuevo curso en Andalucía. Los colegios abren la puerta a un buen número de escolarcillas y escolarcillos llorosos o excitados ante las nuevas circunstancias. Los olores del verano ya se diluyen para dar paso a esos otros que se graban en la memoria con la tozudez de los hechos intrascendentes que marcan nuestras vidas. Por fortuna, y por trabajo, somos muchos las y los ciudadanos españoles que pueden charlar sobre el olor de los lápices de colores, la textura irrepetible de los estuches recién estrenados y ese perfume, para mí indefinible, de los barnices que daban brillo a las portadas de los nuevos libros. ¿Qué seño me tocará este año? ¿Quién caerá conmigo en la misma clase? Frases casi intraducibles, gobierno de los días niños, del mismo modo que las facturas o los infartos arrugan estos años en que ya nadie te conduce de la mano hacia ningún destino, perdida aquella goma con esencias de nata que borraba los errores.
Oculta por tanta basura política, como la primavera en algunos versos, la escuela ha venido y nadie se fija en cómo ha sido. Hoy vuelve a suceder uno de esas fechas trascendentes para cualquier sociedad. Sin embargo, pasa desapercibida. No es que sea amigo de los aspavientos y de las ínfulas. Creo en el prestigio, no en la fama. Confío en las labores silenciosas bajo la constancia de la luz del flexo. Nadamos en un empacho de espumillón y dorados como de navidades perpetuas que, a veces, ahoga los días señalados en el calendario de la sensatez. Existen sociedades ampulosas donde, por vicisitudes históricas, el inicio de curso se celebra con desfiles multitudinarios. Uniformes colegiales y orden en las filas. Las y los mejores estudiantes de cada clase son dignos de portar la bandera, contemplada como signo de identidad y alegría por la consecución de unos objetivos comunes, hablando casi en términos pedagógicos.
Ya digo, no soy partidario de tanta pompa y boato. Por deformación personal, las únicas manifestaciones multitudinarias a las que me comprometería a asistir y participar, son los carnavales de Río de Janeiro. Puede que los de Nueva Orleans. Pero soy un militante de la discreción, no de la indiferencia. Me resulta llamativo, por usar un adjetivo suave, ese afán de algunos políticos por inaugurar el curso escolar. Fotos en un espacio que les es ajeno. Niña con niño que entregan flores de bienvenida. Sin embargo, a pesar de que en el imaginario colectivo, el logro de esta enseñanza obligatoria y pública, de la que ya disponían los escoceses en el siglo XIX, sea uno de los mayores avances de una sociedad, la importancia que luego se otorga a ese hecho tan sintomático de progreso colectivo se asemeja al que se da al medallero olímpico femenino. Si, vale, está, nos sentimos orgullosos, claro, pero el que importa es el importante. Uno de los problemas de la españolidad es que no nos reconocemos en nuestros logros.
Los regeneracionistas pedían para España despensa y escuela en los inicios del siglo XX. Los centros escolares son construcciones en rima perpetua con elementales. Techo, paredes, ventanas y poco más. Hace décadas que esta sociedad en general, y la Junta en particular, olvidó dónde había que gastar el dinero y dónde no. Hoy nos encontramos con una deuda pública impagable y un gasto disparado como un tren sin control. Mientras, nuestras hijas e hijos se destrozan las espaldas en sillas propias de reformatorio soviético. En su día fueron nuevas, pero alguien se olvidó de que había que reponerlas cada cierto tiempo. Se está mejor en los centros comerciales, en cualquier consejería o en el coche de protocolo del último cargo de la Junta que seguro que lleva su climatizador y todo. Los medios oficiales del régimen dedican mayor espacio a la feria de Sevilla o a los carnavales de Cádiz que al inicio del curso, o al estado de las aulas. Pero repito, yo soy más de Río o de Nueva Orleans.