Un año más la feria ha sucedido. Si tenemos en cuenta la cantidad de humanos por metro cuadrado, la proporción de criaturas bebidas o fumadas o ambas cosas, quienes se intoxican el cuerpo por primera vez, les sumamos todas y todos aquellos que llegan a la capital del sur como rito iniciático bajo el terral para hacer todo lo antes descrito, si consideramos todo esto, la feria ha sido un remanso de paz y buen rollo donde no ha sucedido nada. Al menos, hasta las doce del domingo que es cuando me he sentado a escribir este artículo.
Con la edad, uno se va haciendo dependiente de los ritos, eufemismo que evita calificarme como maniático. Málaga también va desarrollando sus costumbres que pretenden engañar el paso de los años a la vez que trincar billetes. Ser malagueño de a diario, de calle, casi una redundancia, es muy entretenido. Durante la última década nuestras autoridades han elaborado una agenda disuasora de todo aburrimiento. Si aquella aventura cantonal del XIX, tan grata a mi amigo el artista y polígrafo Don Carlos Miranda Mas, se hubiese asentado podríamos proclamar hoy un almanaque con nombres de meses malaguitas. Así, hoy sería 22 de Ferial, en mayúscula contra la ortografía castellana. Tras Escolar y Pluvial, vendría Santoral, predecesor de los festivos Luminal y Proposital, tan complejo para acabar con la cartilla del banco indemne, ambos con sus luces navideñas, regalos y cabalgatas de Reyes Magos, tan compatibles con toda cultura y religión. Ya hemos alcanzado Carnaval, al que sigue o no, Cuaresmal con sus procesiones, o Intermedial en caso de que no se produzcan tales eventos. Estos nombres serían intercambiables según el régimen de las lunas del año. Comunional daría paso a Moragal con esa noche del fuego en la playa bajo las luminarias de artificio. Luego, Turistal y Cruceral finalizarían este giro alrededor del sol que, en nuestra Málaga, más que astro rey, es presidente del banco.
Así llegan los dineros, entre chanclas y vomitonas, entre capirotes y cohetes. Don Francisco, como contable exprés, o a ojo, ya ha proclamado que la feria realizó un impacto de 55 millones de euros. Ante esas cantidades uno ya no sabe si la cosa ha ido bien o regular. Ojalá me impactarán 55 millones en toda la cara alguna vez en mi vida. Un tipo de Sevilla al que no conozco aunque tiene toda mi envidia trincó 54 a la lotería la semana anterior. Podría clausurar para él todo el centro de Málaga junto con el Cortijo de Torres y pulirse esos fajos durante una semana. Los malagueños hemos hecho como aquellas viudas de las posguerras españolas que alquilaban las habitaciones bien por horas, bien a huéspedes estables, un venero de imágenes para novelas y guiones desde el desastre de Cuba. Los chiquillos que saltaban de alegría cuando a aquella puerta tan temerosa del pecado acudía un señor de buena familia con su amante. Ese día disfrutaban de un almuerzo como el del niño en ese chiste de Paco Gandía, también resumido en vomitona como cualquier exceso al que poseen las ansias antes que la sensatez. Tenemos que fastidiarnos cuando esté ocupado el baño, o en el comedor haya alguien que use una colonia excesiva, o ronque como un motor viejo en el cuarto contiguo. Cuando se entrega la casa, quien paga manda.
Si al menos los huéspedes se percataran de la hermosa vajilla alojada en las vitrinas. Pero cuando la muchedumbre acude a un festejo crónico que se pregona desde Facebook en Twitter como un pasón y desenfreno, la ciudad y sus virtudes pasan a un tercer plano. Esa Málaga cultural que alabó hace pocos días The New York Times resulta invisible, incluso diría que incompatible. O un camino u otro. Nos hemos decidido por el otro. Felicitémonos, entonces, por el buen rollo y la eficacia policial que exhibe nuestra Málaga donde una aglomeración de tal magnitud y tan etílica no ha legado ningún cadáver en las aceras. Disfrutemos lo que a los malagueños nos queda de Ferial.