Antequera por fin

18 Jul

Una magnífica noticia al final de una semana tan luctuosa y tan deprimente. El conjunto que forman los dólmenes, Peña de los enamorados y Torcal, patrimonio de la humanidad. Un reconocimiento por parte de la Unesco que bien podría reflejarse en una trama novelesca con desenlace feliz a lo Indiana Jones, con ese casi secuestro de la delegación malagueña por culpa del fallido golpe de estado en Estambul. El azar a veces traza recovecos y meandros que resultan sobreactuados incluso en los planos de la ficción. La tan longeva existencia de los dólmenes antequeranos, al igual que la ciudad que los acoge, escribe un largo guión del que no comprendo por qué ha tardado tanto en situar sus páginas finales en este último giro de argumento tan merecido y hermoso. Como antequerano por los cuatro costados siento una especial emoción que no pienso esconder ante este reconocimiento. Mi padre, maestro nacional por aquellos años en que yo aún disfrutaba de mi mundo de credulidades, era muy aficionado a la arqueología. Recuerdo una tarde azulada y casi lluviosa del invierno antequerano siempre tan frío. Paseábamos por aquellos montículos, por las arcadas de los baños musulmanes, paseábamos por las leyendas que mis mayores una y otra vez me contaban sobre amores imposibles entre moras y cristianos. La llovizna de aquella niñez manchaba mis zapatos con un barro milenario, hoy cimiento de mi arquitectura sentimental, intransferible como cualquier sensación y seguro que falsa como toda memoria. Quizás por eso quienes habitaron aquella vega hace miles de años buscaron dejar la huella inamovible de esa piedra gigante que abre paso a la gran tumba ritual de Menga. Tal vez por eso, alargaron el pasillo flanqueado que conduce hacia las cámaras interiores de Viera. Testimonio y poema contra el paso del tiempo y el dolor de la pérdida. Hoy por fin tesoro común.

Por quebrar este tono lírico diría que no entiendo por qué este reconocimiento no se fomentó hace décadas. Pretendemos marchamos de calidad, como este que ahora recibe Antequera, por intereses turísticos antes que por la búsqueda de la singularidad cultural al margen de objetivos monetarios. Parece que si las instituciones públicas no pueden justificar los gastos de cualquier campaña bajo la óptica de unos beneficios económicos futuros mediante sueca per cápita, no tienen obligación de promover ninguna acción de conservación ni reivindicación cultural. Así, en España se dirige el gasto en cultura constreñido entre dos diques, el del nacionalismo furibundo de las regiones independentistas y su coro de imitadoras, o el del interés turístico. Olvidemos el apoyo del hecho cultural como cosa en sí. La ciudadanía asiste o a espectáculos que merecerían indiferencia por su tono rancio, o a parques temáticos reproducibles en cualquier parque temático que un día de estos alguien alzará en las Vegas o en Alicante, tierras de alucinaciones. Como antequerano hijo de antequeranos que han amado su tierra, ahí queda el libro póstumo de mi padre sobre nuestra literatura, no puedo entender que hayan sido necesarias las alabanzas y advertencias de un organismo extranjero para que se inicien una serie de actuaciones urbanísticas que preserven el espacio vital y pasiajístico de estas joyas de la prehistoria común a toda Europa. Del mismo modo me resulta incomprensible que este impulso, no sólo de los dólmenes sino de todo el conjunto histórico antequerano, no se intentara mucho antes, por ejemplo durante aquellos años del ladrillo desaforado cuando los ayuntamientos recalificaban y gastaban en festejos. Pero así son las cosas, gracias a que necesitamos turistas exhibimos en los escaparates un catálogo de citas, como aquel carromato con curiosidades que atraía la atención de los visitantes en burro hacia Mijas, o el monumento al turista de Benalmádena. Pero quiebro este tono irónico, perdón, es día de celebraciones. Antequera por fin. Por fin, nos han reconocido a los antequeranos que tenemos lo que siempre supimos que teníamos. Va por mi pueblo.

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