La humanidad ha ido señalando ciertos hábitos como signo de civilización según épocas. Los romanos consideraban de extrema crueldad dejar ciegos a los soldados enemigos, al modo de los hititas, pero abandonaban a los bebés no deseados junto a la Columna Lactaria, donde morían a la intemperie o eran recogidos por los traficantes de esclavos y dueños de burdeles. Así podríamos revisar los usos que cada grupo humano ha ensalzado como un elemento que lo distinguía de la animalidad y la barbarie. En la España que cruza desde el siglo XV hasta casi nuestros días, la población era sobre todo rural y famélica. En esas condiciones hablar de maltrato animal hubiera sido enunciar una frase en el idioma de los marcianos. Un bicho no es sino carne empaquetada en piel. Por fortuna, el canon de educación de nuestros tiempos es determinado por las ciudades, donde ni los toros pastan en los parques, ni los perros se utilizan para cazar animales por las aceras. La vida en la ciudad rima en demasiados domicilios con la soledad. Ahí tenemos como testigos a las personas mayores que se sienten obligadas a alimentar palomas y gatos por encima de ordenanzas municipales. O ahí quedan como estimonios a cuatro patas toda esa legión de perros que acompañan nuestro destino con esa inocencia y fidelidad que forman su ser canino. Las naciones europeas que transitaron las vías de la revolución industrial hace cientos de años, conocen estos efectos urbanos mucho antes que nosotros. De ahí que nos bañáramos en el mar a la inglesa, que marcáramos horarios a la alemana o que señaláramos como referencia los restaurantes a la francesa. Hoy cuando las tecnologías y la educación de la sociedad española en general han permitido el desarrollo de una visión crítica respecto a nuestros vecinos, sabemos que ni los ingleses son cultivadores de hábitos saludables, ni los alemanes tan eficaces como propaga la imaginación, y ya hemos constatado que la cocina española se sitúa por encima de la francesa en muchos aspectos.
Sin embargo, los españoles en general tenemos que aprender todavía bastantes lecciones sobre el comportamiento con nuestros animales. Cuando uno lee cualquier periódico británico de los que se editan en nuestras costas, se sorprende con varias páginas dedicadas a las mascotas. Por regla general, siempre se informa de algún suceso que califica a los españoles como insensibles al sufrimiento de nuestros semejantes mamíferos. Mientras el foxterrier de mi amigo José Antonio, Otto, puede entrar en los restaurantes y bares de Alemania, mi perro Skunk no puede venir conmigo aquí ni siquiera a la playa, a pesar de los cuidados veterinarios y prevenciones sanitarias que tengo con él. Son signos de ese pelo de cabra que aún se cuela entre los tejidos de nuestras chaquetas exportadas a todo el mundo. Resabios de una cultura en exceso rural que ve en los animales un medio para conseguir un fin, pero nunca ese camarada que te salva una tarde de depresión o que absorbe el estrés a lametazos. Para este verano los perros malagueños se quedan sin playa. Ni los ayuntamientos han solicitado a la Junta que les permita destinar un espacio para tal fin, ni la Junta se ha preocupado por que esto acontezca. Uno por otro y la casa sin barrer. Las matrículas de los coches de la capital federal de Estados Unidos, esto es, Washington, Distrito de Columbia, exhiben un lema que muestra su orgullo por pagar unos impuestos de los que sus vecinos estaban exentos. Si no pagas no puedes exigir. Creo que la solución a las reticencias municipales pasaría por la inclusión de tasas por tenencia de animales domésticos y por fuertes sanciones a quienes usan su perro como expendedor de excremento por la ciudad o a quien maltrate o no cuide con regularidad el estado sanitario de su animal de compañía. El bienestar de una sociedad ya no se mide sólo según el estado de sus cárceles, el concepto que se cultive de los animales que viven con nosotros es el nuevo marchamo de civilidad que señala a una sociedad entera. Las playas sin perros condensan un atraso más de Málaga.