Para quienes paseábamos esta ciudad en los años 70, Calle Mármoles trazaba un río navegable entre dos selvas de marginalidad. Los extraños al barrio entraban por sus callejas sólo para comprar hachís o arreglar bisnes de distinto alcance. Málaga recortaba un poblachón destartalado, sin mapa urbano reconciliable como tal excepto en su casco antiguo. El autobús renqueaba por huertos en Calle Hilera camino de la Alameda Principal, y el arroyo de los Ángeles exhibía al cielo una cicatriz leprosa llena de neumáticos y otras basuras que alguna riada, de vez en cuando, se encargaba de desplazar hacia el Guadalmedina, donde los desechos aguardaban la insistencia de otra riada que los enterrase en el mar. Málaga significaba para los malagueños esa zona difusa donde se situaban ciertas oficinas, el puerto y el burrito del parque, bronce bruñido por tanto paseo infantil sobre su lomo. Uno bajaba a Málaga desde todos los barrios. El regreso conllevaba, pues, un ascenso como místico, fuese cual fuese la dirección. La ciudad ha crecido sin borrar ciertos callejeros de la desidia y el abandono. Algunos barrios quedaron para siempre marcados con un estigma como de Caín, o fueron ofrecidos en el altar de la fenicia diosa malagueña Noctiluca para que en ellos nunca brillase la noche. Calles de Terral perenne, soledad y farolas mortecinas. Como si en el retrato del rostro más bello se dibujara el escupitajo de un vómito, así se enfanga toda gloria municipal de las últimas décadas sobre los escombros de Lagunillas. El Ayuntamiento promovió que la ciudad creciera hacia Teatinos y Guadalhorce, filones de plusvalías rápidas para fastos y derroches municipales. Hoy la ciudad exige un mantenimiento muy caro por su nueva dispersión y, además, se descubre jalonada por fortines de sordidez en su zona centro. Seguimos bajando a Málaga y el río aún navega su podredumbre. Como para aquellos teólogos tomistas, aquí la evolución no existe, sólo un avance aparente que modifica las formas pero no la sustancia. Una mona vestida de seda, un cerdo con los labios pintados. La ciudad para los foráneos.
El sábado por la tarde anduve las calles del Perchel Norte como lo nombran los mapas. Para mí, malagueño más que maduro, La Trinidad entre los puentes de La Esperanza y La Aurora. Una especie de ciudadela invisibilizada por un muro de hoteles frente al río y centros comerciales a la que ahora hay que atravesar por Calle Cerrojo en coche a causa de las obras del metro. Una política urbanística errática ha condenado aquellas calles a una desamparo de difícil corrección futura. La excesiva concentración de cofradías y edificios destinados a servicios de educación o culturales ejercen sobre aquel escenario un efecto de telón que sube y baja por sesiones. Vida según cuándo y cómo. Las voces y andares de quienes llegados desde los territorios de la desigualdad y la marginación confluyen en la cola del comedor de los Ángeles Malagueños de la Noche, avivan el aire de la tarde. La arquitectura elegida para las viviendas impide bajos comerciales. Cuando en algún caso existen, también están destinados a organizaciones sociales de muy diverso tipo pero con igual actividad intermitente. Un barrio en rima constante con escenario, una realidad de opereta, un cuerpo con arterias virtuales que conducen sangre prestada de 8 a 3, y de 5 a 9, sábados y domingos excluidos. Un crucificado urbanístico que resucita en Semana Santa. Los colchones arrumbados bajo el Puente de la Aurora representan un mobiliario urbano con mayor perdurabilidad que las luminarias del Pasillo Santo Domingo. Allí permanecerán hasta una nueva riada, como en mi niñez, o hasta la feria de agosto, lo que antes suceda. El atardecer esparce por aquellas calles una tristeza de circo abandonado, de ruina al borde del camino. Las autoridades acudirán a sus aceras para comer callos con garbanzos según las fiestas señaladas; al final del día el viento jugará con los vasos y eructos, y alzará remolinos de papeles que, de esquina en esquina, acabarán en el río, muerto una y otra vez en ese mar, albergue de miserias.