Cada mañana siento más vergüenza de mí mismo. Una detención por corruptela en la portada nuestra de cada día, un imputado por presunto choriceo, así en malagueño, cada pocas horas, y yo no figuro en ninguna lista policial, sigo sin ser sospechoso de nada y nadie intenta extorsionarme con papeles donde mis iniciales figuren junto a cifras con cinco o seis ceros. Lamento mi condición. No soy nadie. La policía no sigue los pasos de mi capital. No navego según el viento de estas últimas décadas. Me he limitado a trabajar para pagar hipotecas e impuestos. Desde sus previsibles estrecheces económicas, mis generaciones futuras me considerarán un inútil por no haber sabido instaurar un apellido de familia con escudo ficticio sobre el dintel de una casa repleta de balaustradas en alguna urbanización de tronío. Quien tiene una cuenta en algún paraíso fiscal, siempre se halla varios escalones más cerca de dios. Pero ya digo que no supe acompasarme al baile de moda en las últimas décadas. Torpe. Humillado por no poder enviar a mi hija a estudiar a Columbia o a esquiar a Suiza con billetes de procedencia B. Los González sólo hemos cruzado las fronteras para trabajar. Una vergüenza. Me habría encantado ser un hombre de acción, pero no. Mi mundo financiero transita entre nubes de números en rojo y un manual de trucos con los que llegar con el menor daño posible hasta final de mes. Alguien pensará en mí dentro de décadas con cierto rencor porque no me afilié a ningún partido político; porque no supe serpentear por ninguna lista municipal, de diputación, autonómica, estatal o europea, que me permitiese algún acceso a esas prebendas y carguillos desde los que nuestros prohombres atisban fuentes de negocios que compensen tanto desvelo por la cosa pública. Yo habría cultivado una actitud clásica. La recalificación de terrenos recién adquiridos por un socio inexistente. O el obligar a los constructores a la adquisición del material de obra en tales almacenes. Un universo en negro.
Y es que España nos roba, como sabemos por esos catalanes a quienes los Pujol trazaron una senda de absoluta modernidad sobre la nieve andorrana. Yo me creí hijo de mis días, un surfista sobre la ola del momento. Pero no. Constato cada día que no. Releo una y otra vez la letra pequeña que desenmaraña los titulares. Busco en vano alguna presunción de algo junto a mi nombre. Ni siquiera mi doctorado fue honoris causa. Alguna vez he sufrido delirios de grandeza. He soñado con una patada en la puerta y la irrupción en mi domicilio de la guardia civil en mitad de la noche. La lectura de mis derechos mientras aún visto pijama y batín de seda. El trasiego de ordenadores y cajas colmadas por documentos remitidos desde el triunfo. Barbados, Gibraltar, Dubái, Panamá, Luxemburgo. Nombres tintados con el prestigio de un lujo que jamás apareció en los folletos de oferta del súper. Lo negaría todo y aludiría a una campaña orquestada contra mi persona debida a ese ánimo conspirativo que los medios de comunicación activan para despistar a la ciudadanía de los verdaderos problemas de España. Imitaría el comportamiento de esa legión de hombres singulares que me ha precedido. Padres apesadumbrados por el futuro de su progenie que con gran generosidad y abnegación personal acumulan más dinero del que podrían gastar en su vida y en varias de las mías. Una actitud ética que explicaría esa ininteligible y presunta ambición de los de Urdangarín-Borbón, Rato, los de Conde, Roca, Gil y una larga cuerda de presos a la que figuran atados presidentes de diputaciones, alcaldes, sindicalistas, concejales y empresarios. Como penitencia pública lo escribo. No supe inmiscuirme entre ninguno de ellos. No fui hábil para trepar hacia los áticos de un puesto de libre designación de esos que ordenan el territorio, o de los que conceden organizaciones de actos de todo tipo, al margen del funcionariado, para que algún beneficio acabe revirtiendo en determinadas empresas cuyos valores coincidan en bolsa con los míos. Qué pena de muchacho dice la gente cuando pasa, en mitad la orgía se quedó dormido.