Ahora que los militantes del PSOE han respaldado con su voto el acuerdo con Ciudadanos, ahora que desde varios bandos clamarán por el peligro en que ven sus comederos de las diputaciones por encima de cualquier bien común, ahora que este pacto, tan usual en el resto de Europa, obliga a los demás grupos a explicar sus síes y noes ante la ciudadanía, ahora arreciarán los adjetivos. Explicaba Josep Pla que el adjetivo era tan importante que, cuando buscaba alguno para que ejerciera ese preciso oficio de sorprender al sustantivo, detenía la escritura y liaba un cigarrito para que la criatura floreciese calma entre bocanada y pausa de humo. Dios sentó a Adán ante la naturaleza para que pusiera nombre a cada elemento. La biblia olvidó, sin embargo, que los adjetivos fueron paridos por Eva cuando hizo distinto cada día de Adán. Exigen inteligencia. Según algún manuscrito apócrifo, se los susurró el mismísimo Lucifer como recompensa por aquel asunto de la manzana. Los extremismos cainitas de los años veinte y treinta, esto es, los nazis, los fascistas y los soviéticos descubrieron el poder del adjetivo y con él cargaron cada bala de su aparataje de propaganda. El adjetivo bordó una estrella en la vestimenta de los judíos, gitanos y rojos, con el mismo hilo con que premió a los supuestos enemigos de Stalin, y por ende de la URSS, con un viaje pagado hacia el turismo rural en Siberia. El adjetivo señala y chivata, puede volverse indeleble si es arrojado de modo certero. Concentra en una sola palabra la deshumanización, la cosificación o el supuesto peligro de un grupo de personas para que así sean más sencillos y casi naturales la repugnancia y el exterminio. Los escritores le tienen tanto respeto como el náufrago al tiburón en mitad de la frase en blanco. Muerde con cuchillas bien afiladas. Los políticos usan los adjetivos como quien hace trucos infantiles con la baraja. De sus folios eructan adjetivos viejos, que se arrastran de sustantivo en sustantivo como borracho entre multitud. Pero conservan su navaja en la mano para infectar con odio a quien esté dispuesto a oírlo.
La política española de los últimos meses padece un exceso de adjetivos que asfixia y amenaza la convivencia. El adjetivo diluye la diversidad y el respeto, moléculas esenciales de cualquier democracia. Los adjetivos contaminan la razón y pican como sal en las heridas. Si nuestros políticos se comportan como pendencieros tabernarios, mal acabaremos en las tabernas. De un lado, se vomita el adjetivo “fascista” que pasa de indicar una ideología muy concreta y antidemocrática a señalar a todo el que exhiba ideas contrarias a unos determinados partidos autocalificados de “progresistas” porque pretenden llevar a cabo una serie de ideas económicas y sociales llegadas desde los años veinte del siglo pasado. Yo progresista, tú fascista. No tengo por qué tener ningún respeto a tu palabra, ni siquiera a tus votos. Desde la otra esquina del ring, se excreta el adjetivo “podemita”, sobre el que planean las rimas y las connotaciones de “sodomita”, siempre atizado con ánimo despectivo y humillante por parte de quien se arroga la cualidad de correcto hijo de dios frente a los vástagos del pecado. Tú amoral pervertido, yo ángel de luz. No tengo por qué oír tu doctrinario, ni detenerme a pensar en qué llevas razón. Trucos viejos, ya digo. Stalin calificaba a alguien de “revisionista” y sus agentes actuaban incluso a distancia, como testifica Trotsky. Hitler llamó “infrahumanos” a varios grupos étnicos y sus esbirros los convirtieron en piel para guantes y grasa para velas. Primero se desprestigia, luego se desprecia, luego se cosifica y luego se elimina. De las tres primeras acciones se ocupan los adjetivos, de la última hasta los códigos legales. Quien tiene un adjetivo tiene un tesoro, pero quien siembra adjetivos recoge tempestades. La tensión de los últimos meses está provocando una sobrecarga de adjetivos, categoría gramatical tóxica cuando se manipula sin precaución. Quedan testigos de sus desgracias.