Mañana se cumple el 35 aniversario del golpe de estado fallido que amenazó con descambiar, así en malagueño, la democracia española. Un aviso de que los raíles de la historia en España transitaban hacia adelante y hacia atrás. Las vías de ferrocarril disponían de un ancho especial incompatible con el del resto de Europa. Los generales filonazis de Franco habían conseguido adelantar el reloj nacional para que el huso horario coincidiera con el de Berlín en lugar de con el de Londres. Franco no se metía en política. Sólo oía al pueblo español cuando se concentraba en la Plaza de Oriente para vitorearlo como al alcalde en la película de Berlanga. España era diferente. Recuerdo que aquel 23 mi amigo Enrique, algo mayor que nosotros, llegó a la puerta de nuestro instituto, Nuestra Señora de la Victoria. Atardecía un día primaveral y cálido de febrerillo el loco. Nos dijo lo que había oído en la radio. Estábamos en 3º de bachillerato. Nuestro profesor, Don Jesús Cuesta, había programado un control de historia para el 24. Las páginas del libro se retorcían entre reyes medievales castellanos, navarros, aragoneses y musulmanes. Don Jesús era inflexible con la seriedad de sus exámenes. Aplazó aquella prueba. La sociedad española y sus logros recientes habían estado a punto de suspender, de repetir literalmente el cauce cenagoso de su historia cansina, como dicen que sucede con los pueblos condenados por su ignorancia. Me siento español. Estudié en un colegio, instituto y universidad pagados y construidos por la sociedad española. Cuando encuentro la bandera española agradezco que otras y otros muchos hayamos contribuido para que ese servicio, obra o acto estén ahí, sea en un pueblo del Maresme, Las Encartaciones, el Valle del Pas o en Las Alpujarras. He pasado largas temporadas en Nueva York y en Inglaterra, sociedades que se sienten orgullosas de sus conquistas. En un comedor popular de Queens, un señor en silla de ruedas eléctrica adornaba con su bandera ese dispositivo que provenía de una organización benéfica, un regalo colectivo, un privilegio del que sabía que en otras partes del planeta ni siquiera conocen su existencia. Comía gracias a los vales del municipio.
El martes se cumplen 35 años de un intento de secuestro y violación de la historia española. Esa misma tarde estudié, muy inquieto, sucesos relevantes previos al siglo XV en nuestra península. El paso veloz del tiempo asusta. Nuestra juventud actual que tenga unos 40 años no vivió la intensidad de aquellos días. Aún menos la de los años del plomo, cuando la insistencia de la sangre de los asesinados por el GRAPO o ETA temblaba sobre la caligrafía de los titulares. Esta juventud de 40 años no recuerda que los etarras detonaron sin ningún problema moral un coche bomba en el aparcamiento de un supermercado lleno, al estilo Al Qaeda, ni puede recordar que esta democracia costó pactos, cesiones y consenso por el bien común. Oigo charlas donde se confunde España con Franco e ignoran el papel que en nuestra tragedia shakesperiana interpretaron Juan Carlos I, Suárez, Calvo Sotelo, Felipe González, Santiago Carrillo, Arzálluz o Jordi Pujol, entre otros miles de servidores de la sociedad española que empujaron la maquinaria de la historia entre un certero ruido de sables. El desprecio y la prepotencia son fruto de la ignorancia. No recuerdo, perdón, qué maestro de la filología escribió que el ciudadano español que no sabía algo, no lo sabía por ser español, esto es, porque nuestro sistema educativo había cercenado sus posibilidades de conocimiento. Hoy ni siquiera disponemos de un sistema educativo. Nuestros escolares deberían de estudiar retro-historia, hacia el pasado desde nuestros días. Puede que el defecto de desconocer el nombre de los reyes godos sea menos grave que el de obviar las enseñanzas de Tejero y Milans del Bosch, por cierto, descendiente de un decimonónico general golpista contra la monarquía y por la libertad. Quizás este nieto suyo tampoco sabía este dato oculto por la memoria de las escaramuzas de Almanzor.