El PP de Andalucía ha organizado una campaña para que la Junta elimine el llamado impuesto de sucesiones. La Junta aduce que es una recaudación que grava el patrimonio de ciudadanos ricos. Y aquí surge la paradoja. Mil familias malagueñas tuvieron que renunciar a su herencia porque no pudieron hacer frente a las cargas que conlleva el hecho de coger lo que es tuyo en Andalucía. Nuestra organización social se cimienta sobre el pago de impuestos. Cualquier derecho que una sociedad quiera promulgar tiene como frontera precisa su financiación. Los impuestos consiguen una cierta redistribución de la riqueza. El pago de impuestos y su posterior inversión en bienestar común y competitividad distingue a las sociedades modernas y organizadas de aquellas donde los privilegios de unos pocos esclavizan al resto de ciudadanos convertidos en súbditos por mandato de la pobreza. Pero también los impuestos pueden ser un método para la expoliación del individuo por parte del estado. El impuesto de sucesiones en Andalucía no es más que un atraco con todas las agravantes posibles. La Junta ejerce su prepotencia contra unos ciudadanos que son despojados de sus bienes sin que puedan defenderse. La notaría como esquina y el sello oficial como navaja. Cuando los impuestos no quedan amparados por una mínima ética tanto en su recaudación como en su uso convierten a la hacienda que perpetra su recaudación en un parásito que enfermará a la sociedad mediante su injusticia. La mayoría de las revueltas en la historia de Europa desde la Edad Media hasta nuestros días se produjo por el afán recaudatorio de reyezuelos arbitrarios. Las necesidades sociales no justifican que la Junta pueda gravar cualquier acto ciudadano sin que se platee antes la proporcionalidad de esa posible medida. Imaginemos que la policía tuviera potestad para expoliar en los controles de carreta el dinero que cualquier ciudadano llevara en el bolsillo, eso sí, previa firma de una serie de recibos oficiales.
Cuando la Junta pretende recaudar dinero del impuesto de sucesiones no hace más que sacar a la misma familia el dinero que ya le exigió. Esto es, cualquier familia compra un piso o un coche lo que conlleva el pago de unos impuestos y tasas. Esos euros que abonan los padres no van a parar al bolsillo de sus hijos, restan su calidad de vida. Hasta aquí entra dentro del engranaje de nuestra organización comunal. Tras la muerte de los padres acaba toda proporcionalidad; la Junta recauda dos veces por el mismo bien. Con esta medida tan dañina, muchas familias trabajadoras son expoliadas de los ahorros conseguidos durante toda una vida de esfuerzo por parte de todos sus componentes. No pueden heredar a causa de los impuestos previos a la herencia. La Junta prefiere que esos bienes acaben en manos de especuladores subasteros, una promoción de negocios turbios mediante el robo de posesiones a ciudadanos que ya pagaron esos impuestos con el sudor de su frente. Esas mil familias que renunciaron a su herencia ponen apellidos a mil atracos cometidos por una administración proxeneta. Cualquier persona que a lo largo de su vida haya invertido el dinero fruto de su trabajo en un par de pisos, por ejemplo, lega a su descendencia una posible ruina. No disfrutaron de ese capital en vida de sus mayores y ahora no podrán recibir el fruto del ahorro tras su pérdida. Los impuestos dignifican a la sociedad que los paga y alcanza, así, una mayor justicia social. Cuando la recaudación despoja a las familias del derecho al ahorro y de recibir de mano de sus padres el resultado del trabajo y de los sacrificios, entonces se llama injusticia y arbitrariedad por más que la maquinaria jurídica le otorgue el necesario aparataje leguleyo. La Junta lanza carroña a las subastas y vacía los bolsillos de unos ciudadanos que pagaron sus impuestos como miembros de una familia. La clase media es el cerdo para las administraciones. Los ricos nunca lloran, los pobres no tienen.