El Ayuntamiento va a ofrecer a varias empresas la concesión para el mantenimiento y limpieza de Gibralfaro, un espacio verde en el centro de la ciudad que permanece al margen de la ciudad. No vivimos en aquellos años finales de los ochenta en que la subida por Mundo Nuevo para atravesar el, entonces, único túnel bajo la Alcazaba hacia los Jardines de Puerta Oscura o La Coracha podía constituir una temeridad sólo abordada por turistas despistados e indígenas casi novios de la muerte o así. Casi todo lo que ni reptaba ni volaba por aquellas laderas habría sido encastrado por Linneo en el género marginal, en uno o en muchos sentidos. Chaperos, swingers (así en apelativo moderno), yonquis, chorizos y navajeros competían en supervivencia con las ratas entre aquellas piedras y rastrojos siempre propicios para ocultar carteras y bolsos arrebatados por la razón que despliega el filo de la navaja bajo el brillo de la luna, o para camuflar a los ojos policiales aquel kifi que aún aromatizaba el prestigio de un simbolismo trasterrado desde cultivos más allá de las orillas que se apreciaban en la lejana Misericordia. Así fue Gribralfaro y, al igual que otros espacios marcados por el devenir de los trazos urbanísticos, parece que siempre le ha costado integrarse en la geografía diaria del malagueño. Uno de los encantos de Málaga radica en su paisaje roto por las montañas y montículos. Las asfixias del cemento y el ladrillo parecen menores cuando tras la esquina, la distancia se vuelve certera, abarcable y, por tanto, humana gracias a la marca espacial que indica el verdor al fondo. Málaga se hace camino preciso y devuelve al paseante el tiempo que roban otras ciudades planas y laberínticas que sólo muestran la fachada de una avenida al fondo de otra avenida como incertidumbre del destino. El viajero quiere subir al monte que ofrece la ciudad como un juguete y, así, Gibralfaro más que monte es embajador perpetuo de Málaga.
Igual que el DNI malagueño tiene que llevar una foto infantil sobre el bronce del burrito del Parque, nadie puede justificar su paso por Málaga si no alberga en su álbum, al menos en el de la memoria, las vistas de Málaga desde el mirador de Gibralfaro. Que alce la mano quien no haya imaginado -incluso sigue imaginando- una cena al fresco de la terraza del Parador y, puestos a pedir al mundo de los deseos, prolongada hasta el desayuno con mi ciudad ante mí. Sin embargo, los malagueños maltratamos Gibralfaro por lo civil y por lo municipal. Episodios como el atraco a unas turistas hace varios meses, o el botellón y fumeterío crónicos y de 24 horas dibujan, entre los pinos, una triste estampa como cerro miserable en ciudad enferma. Recorra el visitante el Igueldo de San Sebastián como muestra de espacio inserto en los recovecos lejanos de sus aceras. No soy contrario al botellón, así queda escrito. Cada cual tiene el derecho y hasta el deber de divertirse como quiera. Si el alcohol y la compañía al aire libre son su elección ahí tiene preciosos espacios. Cada cual tiene derecho a divertirse pero sin que haga daño ni moleste. Las botellas y bolsas abandonadas sobre las agujas secas de las coníferas demuestran la nula consideración que esas personas tienen hacia el resto de sus conciudadanos, hacia el espacio que los acoge y hacia la naturaleza, para la que cristales y plásticos sólo cargan balas en el revólver de los incendios o de los accidentes. Ya era hora de que el Ayuntamiento se preocupase por Gibralfaro. Como casi todas estas medidas así tan de urgencia parecen tomadas pensando antes en los cruceristas que en los malagueños. Mal se explica tanta desidia municipal que ha dejado, como si fuera una costumbre, monte tan principesco sin vigilancia intensiva ni limpieza. Ojalá veamos pronto los resultados.