La plataforma ciudadana que está impulsando la plantación de un bosque en los terrenos que albergaron aquella selva de oleoductos y bidones de petróleo en la Avenida de Juan XXIII ha comenzado su labor explicativa. Por fortuna, nuestros abuelos ajardinaron el Parque y La Alameda. Las políticas municipales durante las últimas décadas han apostado por los alcorques y macetas en mitad de la calle antes que por un espacio de oxígeno y verdor para el uso común. Cuando el viajero visita Madrid, Londres o Nueva York agradece las hectáreas que esas ciudades preservaron hace siglos para una naturaleza domesticada. En mitad de Manhattan, uno puede realizar senderismo, remo, bicicleta o un mero paseo con comida al aire libre. La lejana presencia de los rascacielos avisan de que nos hallamos en una de las grandes aglomeraciones urbanas del planeta. Igual experiencia se puede disfrutar en Brooklyn o en Queens, retiros donde es posible aislarse en mitad de aquella floresta. La diferencia entre una ciudad proyectada y una ciudad con crecimiento improvisado radica en esos elementos al margen de su tamaño. Las múltiples manos especuladoras que han deformado Málaga desde hace décadas se notan con mucha claridad. Basten como ejemplos, la manzana construida entre la catedral y el puerto en finca ajardinada sobre el papel, o el alto edificio que ofende la vista entre Gibralfaro y la Plaza del General Torrijos. Esas mismas ansias de asfalto se aplicaron a los barrios. Miraflores de los Ángeles, donde crecí, disponía de un parque triangular de unos doscientos metros cuadrados para que allí nos expandiéramos los más de 20.000 vecinos que habitábamos aquella especie de pueblo dentro de Málaga. Igual saturación se puede constatar en Nuevo San Andrés o La luz. El deseado bosque nuevo descongestionaría con verdor una de las áreas con mayor densidad de población de Europa.
Los árboles en la ciudad deben estar en su sitio, esto es, en parques y jardines. Una afirmación así de obvia puede matizarse mucho cuando nos centramos en nuestra Málaga. En calles como La Victoria, con aceras casi de compromiso, los alcorques sólo plantan un obstáculo más para el simple tránsito de los peatones. La acera de Cruz del Molinillo se compone ahora de carril bici, acera y alcorques a causa de esa especie de deseo municipal de que los viandantes caminen en fila de uno. Con lo cariñosos que somos los malagueños. Imagino que esa concepción urbana está impulsada por una necesidad de estadísticas que sumen un güevo (así, en malagueño) de metros cuadrados verdes. Sin embargo, la idea de espacio debería ir acompañada por los conceptos de ocio, expansión ensimismamiento e incluso, salud y felicidad. Los bancos de Central Park son regalos pagados por la propia ciudadanía como gratitud por los momentos allí vividos. Los árboles plantados en mal lugar fastidian. Pero logran que el Ayuntamiento pueda seguir declarando terrenos urbanizables amparado por el teórico número de hectáreas verdes de los que dispone esta ciudad. Los habitantes comprimidos entre Avda. Juan XXIII y Cruz de Humilladero viven en una ciudad verde y ecológica pero no lo ven. La arboleda de Londres o Nueva York se encuentra en sus auténticos bosques urbanos. En algún parque de Málaga, como el del Oeste, se contempla una alta dosis de cemento más que de verdor en rama. Los consistorios actuales, presididos por Don Francisco de la Torre, han enmendado algo esa manía del parque baldío. El Parque Litoral o el plantado junto a Nueva Málaga acogen una mayor fronda sostenible. El nuevo bosque, demandado por un amplio sector de la ciudadanía malagueña, según constatan las redes sociales y las firmas recogidas, habilitaría un nuevo pulmón necesario para una Málaga con exceso de ladrillo y déficit de zonas de esparcimiento repletas de árboles, definición de bosque urbano, una reserva de terreno imprescindible para una ciudad que creció sin saber hacia dónde quería ir, ni cómo tenía que comportarse. Puesto que nunca tendremos una Málaga monumental, ni elegante, ni bonita, ni con trazo efectivo, al menos que sea agradable.