Un lunes como este

16 Nov

Hay lunes como este en que la página en blanco se vuelve una inmensa autopista vacía por la que el escritor debe andar con el eco único de sus pasos por el arcén. Hay lunes que invocan una incertidumbre más que una semana. Hay lunes en fin, que uno preferiría que fueran martes. Poco podía imaginar el poeta César Vallejo, durante su voluntario y pobre exilio parisino que sus versos podrían ser epitafio para una ciudad. Hay golpes en la vida, tan fuertes. Pero en este caso el odio no provenía de dios hacia el hombre, sino del hombre hacia el hombre por más que se quiera ofrecer el sacrificio a ningún dios. En lunes como estos corretean por esos cíber-mentideros que erigen las redes sociales todo tipo de razones y sinrazones lanzadas al aire como quien lanza escupitajos al descuido. Apocalípticos de la tercera guerra mundial. Conspiranoicos que ya conocen desde la profundidad de su dormitorio todos los recovecos de la confabulación occidental. Justificadores que, tras expresar un pésame a las víctimas, vomitan la lista de agravios por la que esos muertos se merecen estar muertos, y revela a los asesinos como víctimas de una situación creada por los propios muertos. Comparadores que, tras unas muertes, ponen sobre la balanza otras, más o menos a bulto, que no han sido lloradas lo suficiente y, por tanto, tampoco procede el dolor por las muertes próximas caídas casi ante los pies. Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma. Pero el dolor es patrimonio de los hombres y yo no creo, como Calderón, que el alma pertenezca a ningún dios. Hay lunes como estos en que el margen del texto se hace rojo como la sangre que impregna la cerrazón y la sensatez. Y no descubro por ningún recoveco del aire el blanco y el azul que faltan a esta bandera de palabras, para que anide la cordura como las gaviotas sobre la espuma marina cuando una a una, humildes y silenciosas, cubren el paisaje. Hay lunes que son escalones en mitad de una niebla y los grandilocuentes focos del fondo sólo deslumbran. Diógenes iluminaba el día con una mínima llama.

Hay lunes parisinos como este en que prefiero refugiarme entre poemas, quizás tristes, como los de César Vallejo. Han llegado los heraldos negros de la muerte, las banderas que abren zanjas oscuras en el rostro más fiero y se quedan para siempre empozadas en el alma porque este lunes abre las puertas de semanas repletas de lunes aún más fieros. Porque el hombre no sabe sino matar su propio destino. Ese fue nuestro destino como especie. El sabor de la sangre entre los labios se antoja más dulce y añejo que sudor del pan. Antonio Machado enseñaba francés por sus aulas de Jaén y Soria pero nunca imaginó en su obligatorio exilio que más allá de los Pirineos también pasearía la sombra de su Caín castellano, larga y triste como la de los cipreses en hilera que marcan su sendero y buscan albergar entre las ramas el número de sus muertos. Responden los escolares del poema machadiano en aquella tarde parda y fría de invierno, mil veces ciento, cien mil; mil veces mil, un millón. Mientras Caín sigue fugitivo con Abel muerto en primer plano. Hay lunes como este en que prefiero la poesía. En que me quedo con la frase dicha por un parisino anónimo en una entrevista al paso. Il faut vivre. Es necesario que sigamos viviendo. Que el París que soñó la libertad del ciudadano frente a la tiranía encienda sus luces más brillantes. Que el César Vallejo más humano muera de vida, no de tiempo, como imploró por todos nosotros bajo la Torre Eiffel y sobre los muelles junto al Sena. En lunes como estos, es necesario escribir con lápiz de labios sobre las mesas de los cafés donde se besaban los amantes a la luz del día que pedimos la paz y la palabra, y que la razón es la patria irrenunciable de los humanos. Nadie puede quitarnos su pasaporte por más que quieran exiliarnos y, desde una trinchera y otra, helarnos el corazón. Hay lunes que parecen abismos y páginas en blanco. Y es necesario seguir escribiendo sus renglones.

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