Una gran manifestación se realizó días pasados en Madrid para que se prohíba ese festejo de Tordesillas que consiste en soltar un toro bravo entre unas lindes. Tras él corren unos jinetes que, lanza en mano, lo pinchan hasta la muerte. Si el animal consigue llegar a una marca, entonces es indultado y se dedica a ser semental el resto de sus días, normativa que entregan por escrito al toro antes del torneo. Una oferta tentadora para más de un humano. Con esas mismas bases, la lista de personas que se ofrecerían para hacer de toro sería amplia como para convocar oposiciones a Toro de la Vega. El espectáculo gira en honor de la Virgen de la Guía. España es el país de las fiestas porque todas las sociedades de la Península Ibérica son en extremo conservadoras. Por más que en estas tierras seamos una mezcolanza de iberos, celtas, romanos, norafricanos, judíos e incluso, suecas de piscina, perviven mitos aracaicos como los bóvidos, las vírgenes-diosas, el fuego y la soberbia por encima de la razón. Mi buen amigo, el artista Juan Carlos Robles exhibió en una exposición individual, un trabajo basado en una adoración que se hace de unas mulas, las bestias, en Berrocal, Huelva. La pasión con la que esos animales son recibidos en el pueblo dibuja una certera metáfora de la existencia. Más vale ser mula en Berrocal que toro en Tordesillas. A cada quién le toca un número en esta ruleta y ahí radica la condición del humano, en el intento a lo Quijote de cambiar el destino. El caso es que la fiesta hispánica, catalanes incluidos, conlleva una cierta dosis más o menos simbólica de violencia. Quizás porque la historia de nuestra península fue en exceso compleja y las décadas en paz marcan un extraño almanaque. Toros ensogados, toros con fuego en sus astas, toros alanceados, rejoneados, toros toreados, arrojados al mar, despavoridos o enfebrecidos por una multitud borracha. Casi siempre como ofrenda a la Virgen patrona del pueblo, o a sus santos. La catarsis colectiva frente a la falta de reglas de la vida y la muerte. La sangre que exigen los dioses. En el siglo XXI.
La cabra ya no se tira del campanario en Manganeses de la Polvorosa, y en Lekeitio utilizan gansos de goma a los que arrancar el cuello. La monarquía española se volvió emérita y frágil por la muerte de un elefante bajo el rifle de un rey que no se enteró de que, en efecto, la sociedad española había evolucionado y evoluciona que es una barbaridad. De ahí, que esos comportamientos que se consideran bárbaros, causen un rechazo que habría que matizar mucho, según zonas. Charles de Gaulle se quejaba de las dificultades para gobernar un país con mil tipos de quesos diferentes; no sé qué hubiera dicho sobre nuestra España de los diez mil festejos. Tordesillas se halla bajo el foco de la mirada ahora porque escupe imágenes sanguinolentas y propias de gentes con una más que dudosa vida social y mundo visto. Sin embargo, la presión es menor o inexistente sobre los sufrimientos que se infligen a los toros en Navarra, Comunidad de Madrid, Comunidad Valenciana o bastantes localidades de Cataluña donde els correbous, toros embolados, son su segundo modo de divertirse tras la queja por la opresión española. Igual de incivilizadas me parecen esas celebraciones en las que se lucha con tomates o vino, o el rito por el que una muchedumbre cae en estado de histeria frente a una virgen-diosa, como sucede en El Rocío, o la cita para ver matar a un toro o a un torero a las cinco de la tarde, o la pesca tradicional del atún. En efecto, la fiesta en España necesita una remodelación de imagen, como sucedió a las abuelas de pañuelo negro y costura al resol de la tarde, dada la estampa tan bruta que eructamos hacia el exterior y hacia nuestra conciencia. La solución no es prohibir por decreto como se hizo en Barcelona. También hay cosos taurinos en la Provenza. La sensibilidad occidental ha cambiado y hemos tomado conciencia de que los animales son seres vivos y no sólo filetes junto a las patatas. Cierto tipo de tradiciones y ritos se deben ir apagando como las ascuas en las hogueras de San Juan, mediante la sensatez de esta cultura moderna que tanto debe a la tauromaquia y otros elementos festivos y rituales de antaño. La tradición no es más que la falacia de un río quieto, un engaño como de tiempo dormido.