Una vez más, mientras se disipan en el aire los efluvios del alcohol y los ritmos bailables de moda, volvemos a plantearnos qué es la feria. Como a todo ebrio, nos llega la hora colectiva de la metafísica, o de la metaquímica. Quién soy, de dónde vengo, a dónde va este autobús. Por qué, para qué, cómo llegué. Todo este breviario de filosofía y de moral a toro pasado se difumina, por fortuna, con dos analgésicos y una siesta. A cosa de la tarde ya se encuentra uno listo para cruzar con la cabeza alta este terruño existencial, perdonado frente al espejo de cualquier pecadillo de esos que no pretenden sino retomar el tiempo huido desde la juventud. Así sucede con mi Málaga. Lunes de absolución y casi amnistía. Momento de enterrar las pruebas del delito. Vestidos de faralaes al tinte y bragas mojadas, a las lavadoras de Teresa Porras o del señor Alcalde que tanta compresión despliega ante el repertorio de barbaridades de una concejala que, en verdad te digo vieo, que mete en vergüenza al resto de su equipo de gobierno. En fin. La resaca que hoy estará perdonándose el tipo que se subió el tanga por encima de los hombros, o los jóvenes que se dedicaron a pasar de balcón a balcón, sin piscina ni red que detuviera su caída. Estampas de una feria del Centro donde jamás encontré ninguna niña con las bragas en la mano, pero sí con la larga cabellera de la amiga sujeta para que no quedase teñida por su propio vómito. Incluso con las coletas mutuamente alzadas de dos en dos, solidaridad femenina. La naturaleza dotó al varón de ventajas para estos actos sociales malagueños. Así han ejercido muchos su derecho de orinada por esquinas y rincones. Corretean solicitudes de firmas por Facebook, la cíber-plaza pública y lavadero, para que el Ayuntamiento se siente con no sé qué fuerzas y representantes sociales para definir la feria que queremos, no sé si los malagueños o los foráneos, que aquí son mayoría aplastante, así a ojo. En Cataluña, nos señalan a los andaluces como causantes de tanta miseria que por allí aflije, en Málaga no tenemos a quién echar la culpa de nuestros merdellones. Costumbres nuestras que se contagian en feria a gentes llegadas de más allá de Las Pedrizas, igual que quien acude a San Fermín acaba vestido de blanco y con pañuelito al cuello, porque aquello no es Pamplona durante días.
Corretean peticiones por esas redes sociales que carga el diablo para que alguien reconvierta este botellódromo y macrodisco en que se ha convertido la feria del Centro. Málaga ha salido en la tele sin necesidad de Antonio Banderas, ni de que corra la sangre. Una pequeña victoria mediática en la guerra ibérica de a qué ciudad le cabe un número de visitantes más gordo. Para la próxima feria seguro que aumentamos el récord de este aforo libre tras las imágenes difundidas sobre el ambiente bebido. Sonrojoan siempre que no te pillen totalmente pasado y sujeto a la cintura de cualquier desconocida mientras orinas los jardines de la catedral, por dibujar una estampa costumbrista. Existe quien solicita una fiesta cultural, alternativa. Ahí, no entiendo nada. Mi gran amigo Sergio García Orbegozo, en rima con Soho, organizó durante estos días conciertos de jazz de forma privada, lo que ya es memorable. Mucho público, pero poco descamisado y poca braga. Igual sucedería si el Cervantes abriese sus puertas para clásica, o flamenco del que gusta a mi Francis Mármol. Incluso para sesiones de tecno Radio3 o lecturas de poemas y exhibiciones artísticas como de noche en blanco. Pero, como advirtió el verso de Jorge Manrique, no se engañe nadi, no. La feria del Centro es lo que una vez más hemos construido. Un güevo de desfase, invocado desde ese himno espontáneo que reclama alcohol, alcohol, alcohol porque hemos venío a emborracharnos. Ideas claras. Lo que este Ayuntamiento ha permitido y promovido durante años, como ofrenda a la hostelería, ahora muestra el imposible arreglo de las disyuntivas. O se prohíbe todo mediante represión, o que la fiesta continúe. Quien sueñe un Salzburgo en fiestas, que vaya tirando para Austria.