Como huida al verano y los tabardillos que su larga presencia provoca, me he refugiado en Nueva York. La ciudad más humana de cuantas conozco. La primer área urbana de EEUU que, trasladada a parámetros penínsulares, abarcaría las provincias de Cádiz, Málaga y Granada, donde tendríamos que introducir a más de 23 millones de habitantes para acercarnos a estas dimensiones. Aunque las cifras abrumen, repito que me encanta frente a capitales como Londres o París, porque en Nueva York existe una voluntad de construir la megalópolis desde los inicios del siglo XX, pero para los humanos. Un Re-renacimiento. Es difícil perderse por el trazo que se dio a sus aceras casi un siglo antes de su gran expansión. Por sus calles y avenidas corre el aire marino desde cualquier punto y casi sin obstáculos. Por otra parte, las dimensiones de las avenidas y los edificios ocasionan que el paseante no se sienta anulado por esa arquitectura basada en la proeza matemática y tecnológica que coloniza amplias zonas del suelo de Manhattan, uno de sus cinco condados. Además, el transporte público es tan eficaz y barato en la patria del automóvil que lo hace innecesario. Estas singularidades han impregnado a sus habitantes que exigen a sus políticos la promoción de este carácter colectivo y humano. Una de las últimas iniciativas ciudadanas consiste en aumentar la sensación vegetal. Así, en las zonas modernas de Brooklyn, cuna del movimiento hipster, gafapastismo en términos iberos, los vecinos ponen sobre las aceras neumáticos rellenos de tierra y plantan flores y verduras. Del mismo modo, he visto jardines comunales de Queens convertidos en huertos cuidados por el vecindario, o la nueva estrella ecológica neoyorkina, el tejado arboleda que está comenzando a teñir con verde saludable el perfil del cielo en una urbe donde la lluvia frecuente germina cualquier solar. Uno de los valores de Nueva York son sus inmensos parques boscosos que permiten un inimaginable escape rural-urbanita.
Cada ciudad es hija de un clima y una historia que no siempre ha tenido por qué fluir con sensatez. Sin embargo, esa ambición de la ciudad para la ciudadanía sí es exportable por encima de circunstancias. Los domingos por la mañana se corta el tráfico en Central Park durante varias horas, para que las bicicletas puedan recorrer kilómetros de caminos sin la funesta compañía de los coches. Idéntica actividad se realiza el sábado en otras zonas para que el ciudadano disfrute la sensación del uso de su asfalto a un ritmo diferente. En Málaga, cada evento de este tipo es una excepción en el calendario más que un ánimo de entrega de las aceras a sus legítimos dueños. Y la mayor parte de los carriles-bici son un peligro para peatones y ciclistas. La cultura no sólo florece en los museos, cementerios del arte y la palabra. La cultura que viste a una ciudad es la que el viajero percibe en cada esquina como un hecho cotidiano en rima con los ciudadanos que le otorgan su sentido. La diferencia entre ciudad y parque temático, entre vida y trampantojo. Y lo nuestro en Málaga es puro teatro por decreto municipal. Un artificio que cuesta millones a una urbe con necesidades sociales urgentes y que enriquece a unos pocos elegidos para la fama y la gloria. El clima de Málaga dibuja luminosa a la ciudad de por sí. El cierre de la Alameda y el Parque, o de los paseos marítimos por un rato durante los domingos no es una actividad que exija grandes complicaciones y no tiene por qué ser encargada a empresas que se lucren con el bien común. La promoción de los tejados en verde por parte del Ayuntamiento tampoco tendría por qué sacrificar las arcas públicas y menos si se consideran los beneficios ambientales a corto plazo. Esas son las vestiduras de una ciudad que permanecen en la retina y las sensaciones del viajero más allá de las provocadas por esta momia de lujo en que se está convirtiendo la cultura malagueña. En vez de una noria en el puerto, una pirámide egipcia hubiera sido más coherente con este perfil.
Cierto es, opino que una ciudad se hace situando en lugar cimero a la ciudadanía y para ésta se construye lo material (la ciudad) y la para ésta. también, está la providente caja de caudales municipales. Con tanto museo, el espíritu de ciudad-ciudadana se está quedando embalsamada en hornacinas onerosas, donde los cascajos se esconden ante rutilantes pinturas que ciegan las miradas efímeras; pero la ciudad sigue en su comatosa resistencia, damnificada a la baja mediante la anmesia de no atender al individuo. Amén. Un saludo, a su Vera.