La Opinión publicó ayer domingo la entrevista que José Vicente Rodríguez dialogó con Antonio Cárdenas, fundador y conductor de La Canasta, conjunto de panaderías y pastelerías al que tanto buen sabor de boca debemos tantos y tantos malagueños. Recuerdo la apertura de la panadería El Bambi, origen de la empresa, a mediados de los setenta, en Camino Suárez, laterales de Miraflores de los Ángeles, barrio donde me crié. Mi madre me mandaba a comprar el pan a aquel establecimiento recién abierto que yo veía desde mi ventana y que parecía traer un aire de modernidad a nuestro barrio, donde ya existían obradores de panadería y bollería incluso de importancia. Este negocio exhibía colorido, rojo si no me engaña la memoria, y una novedosa manera de elaborar el pan. Sabía distinto. Los señores de Cárdenas llevaban literalmente el negocio. Antonio, de quien ahora sé su nombre por la entrevista, hacía el pan y su señora lo vendía desde un mostrador a pocos metros del horno. Años en los que un pollo asado, de la Venta el Pollo de mi barrio, por supuesto, significaba un lujo de cada ciertos domingos al que mejoraron esas hogazas. Así era aquella España, aquella Málaga que por esos mismos lustros se desmoronaba sobre sí. Las grandes fábricas se hundían una por una como un alud que arrastraba familias enteras desde la precariedad de su economía de subsistencia. Crisis energética, crisis económica, crisis moral, crisis de identidad y crisis política en las postrimerías del franquismo. Nuestra sociedad parecía montada en un autobús que nadie condujera en mitad de la niebla. Málaga era oscura, insalubre e incluso peligrosa. El Bambi soportó durante meses zanjas y montones de arena frente a sus puertas porque en Camino de Suárez instalaron el alcantarillado y el asfalto como un gesto de civilización. Incluso en esta época de patillas anchas, pantalón de campana y cuellos de pico existían los especuladores financieros. Entre brumas me aparecen noticias sobre Intelhorce y su trama de corruptelas.
La familia Cárdenas hizo prosperar su empresa mediante el literal sudor de su frente. Hoy son una de las grandes firmas malagueñas. De esas que no se marchan porque se sienten parte de la historia de su tierra y aquí han arraigado sus intereses. Sin que sus labores les permitieran descanso para reflexionar, este matrimonio ha reproducido el esquema del empresariado vasco, catalán, riojano, gallego, cántabro o navarro. Personas que conocen el valor del dinero porque lo han ahorrado desde el esfuerzo. La inversión en su entorno es un motor fundamental de su economía, incluso del sentimiento patrio. Sin embargo, la mayoría de las finanzas malagueñas de los últimos quince años, como poco, ha sido impulsada por la especulación, palabra que en su origen latino significa espejo, por tanto, la falsedad de una imagen, la mentira de la apariencia. El empresario necesita oficio e ilusión por alcanzar una meta, no sólo para él sino para los suyos. El sudor frente al horno, junto al miedo por el gasto avivan las ganas de que la marca dure siglos. El especulador habita un mundo de engaños donde el egoísmo se revela la carta ganadora de la partida. Igual que en los atracos, hay que trincar la pasta y correr, al menos hasta llegar a casinos, discotecas y burdeles. Todo dinero que la suerte entrega se sabe efímero, fotografía que se borra arrebatada por el giro de la misma fortuna. Sobre estas bases hemos fundamentado el crecimiento de nuestra provincia. Deporte, empleo, comercio, banca y ocio suponen algunos de los aspectos sobre los que podrían ponerse titulares encima de la mesa que explican los movimientos especulativos que han socavado su actividad durante los últimos años. Para ser especulador sólo hay que tener los cómplices con las influencias necesarias y un bufete de abogados con propósito de sacar tajada de esos recovecos legislativos promulgados para criar especuladores. Ser empresario exige mucho esfuerzo y eso da pereza. El subdesarrollo también es una cuestión de conceptos mal entendidos.