Los titulares periodísticos de los últimos días dejan al lector más inquieto que los movimientos de su cuenta corriente, huidizos a la voluntad y pocas veces con ánimo alegre. No aludo a la sinrazón terrorista en nombre del islam que habla por sí sola. No. Me refiero a los caminos por los que se ha lanzado nuestra clase política. Más parecidos a las volutas de los toboganes del parque acuático, que a la rectitud y mesura de la senda escrita por Antonio Machado, camino que se hace al andar, bajo la tarde calma, por las alamedas y cubierto de todas esas imágenes que invocan la reflexión, por necesidad, tranquila. Pero no. Unas elecciones generales se ven en el horizonte. La ocurrencia y el exabrupto como método para razonar parecen haberse instalado en buena parte del discurso de las cosas de la polis. Tampoco señalo a los problemas griegos, sino a las proposiciones y actitudes de los dirigentes de nuestros partidos, junto con las respuestas que han encontrado tanto en oponentes como en compañeros de viaje, así en jerga roja. Por ejemplo, el dirigente socialista Pedro Sánchez ha enarbolado la bandera de España en un mitin. Lo que en ninguna sociedad occidental, ni siquiera la belga con sus encajes, sería una noticia, en un país tan descabalado, tan inconforme consigo mismo, tan acomplejado frente al exterior y al interior, lo es. Un pretendido futuro presidente ha sido visto ante la bandera que representa a la sociedad a la que quiere gobernar. Durante los años de la transición democrática, tiempos de crisis generalizada, la izquierda, PSOE incluido, apostató de la bandera constitucional y la abandonó en las manos de la derecha. Ni muere padre ni cenamos, dice el refranero. Esto es, ni aquella república imaginaria, ni esta monarquía parlamentaria fueron reivindicadas. Lo curioso del caso es que las críticas más furibundas a esta puesta en escena, han sido escritas por simpatizantes y militantes del partido que oponen, en una lógica muy particular, bandera de España a valores socialistas, como si nuestra sociedad no hubiese evolucionado bajo la identidad histórica que ese trapo simbólico representa desde hace varios siglos.
Tampoco se libra Mariano Rajoy de las puñaladitas traperas de acólitos y palmeros. Tras varios años de penitencia más que de austeridad, ha anunciado que la hora social llegó. Se podrá abrir algo el grifo del erario público, caudal que repercutirá en el consumo y que significaría mayor entrada de dinero en las arcas públicas mediante recaudación del IVA y otros impuestos. Los medios de comunicación que jaleaban al ministro de economía, Luis de Guindos, Windows en el extranjero, cuando sus previsiones acertaban frente a las del FMI, ahora le disparan con fusilería mayor. Consideran que el ministro es eficaz con sus cálculos sólo si las rosas del sendero caen en su parte, y las espinas en la de la clase media. Incluso el espectro del PP, el siemprevivo, José María Aznar, ya ha empezado a agitar sus cadenas y a aparecerse como eso, como el fantasma que fue, incluso en vida, para recordarle a Mariano Rajoy que gobierna con su permiso, no mediante los votos del pueblo español. Por continuar en la caseta de los horrores, el ministro Wert ha huido de la barraca donde ejecutaba el número del dinamitero borracho, tan grato, al Ministerio de Educación. No conozco una ley más dañina ni peor diseñada que la LOMCE que, incluso, olvida a parte del alumnado en su normativa. Wert ha sabido unir a todos los sectores de todas las enseñanzas y del arte contra su persona. Sin embargo, un ser tan poco sensible ha salido del ministerio por amor, no por su nefasta gestión. Se ha enamorado de quien le redactó la ley mediante corta y pega, y Rajoy ha dado su bendición a la fuga de ambos. El nuevo ministro, Íñigo Méndez, llega con las manos atadas y sin medidas en la cartera. Rajoy lo condena al cargo por su carácter dialogante y por sus buenos conocimientos del ramo. Con esos adornos podría haberlo nombrado al principio de la legislatura. Derivas y más derivas.