Jesús del Pimpi

15 Dic

La semana anterior murió Jesús el mago del Pimpi, un bar que abría sólo en primera convocatoria, una vez abierto, nadie entraba, nadie salía. Un establecimiento con auténtica parroquia que con devoción guardaba su turno antes de la apertura. Marisco correcto, pero nada extraordinario. Precios, los normales. Vinos y cervezas de los habituales en el mercado. Y un espacio del que nadie dudaría de su incomodidad por su distribución de pasillo alrededor de la barra. Creo que fue el New Yorker quien dijo de Lola Flores aquello de no sabe cantar, no sabe bailar, pero no se la pierdan, y así era con el Pimpi. Cuando Jesús se ponía detrás de la barra y seleccionaba su música, si no la felicidad, al menos la alegría, abandonaban su natural estado abstracto y bajo aquel techo se hacían concretas. El público, minutos antes tan solo clientela, cantaba al compás de Jesús una cantinela sin pausa que recorría desde la banda sonora de “Chicago” hasta Doña Concha, o los gorgoteos estrábicos del gran Raphael. Al contrario que en la copla, ya nadie lloraba, ya todos reían. Los camaradas, tan sólo público un momento antes, se saludaban cordiales sin necesidad de conocerse y charlaban con fraternidad aunque sólo fuese por esos instantes que se pretendían tatuar en la memoria colectiva de quienes hubiesen sido señalados por el destino con el privilegio de entrar esa precisa noche a la catedral del Pimpi. Jesús no servía, Jesús oficiaba una liturgia que ponía en conexión a cuantos humanos allí se agolpaban con lo mejor de sí mismos. Ese fue su divino cáliz de gracia y su regalo a esta ciudad. Jesús perdió sus apellidos para brillar con el nombre del héroe que conquistó los corazones y la devoción de sus gentes. A la entrada del Pimpi se diluían clase social, ideología, nacionalidad, idioma y costumbres. Sólo se exigía educación, ni siquiera oído para el cante. La timidez y los traumas se evaporaban a los acordes del claqué de unas pinzas sobre el mostrador que señalaban la aparición de los platos desde la cocina. Jesús y sus conjuros.

Jesús tenía gracia, cualidad que se considera frecuente en cada casa y que tanto escasea en el mercadeo diario. Sabía pescar amigos entre su devota clientela. De mis allegados, cultivaba una relación de cercanías con Álvaro García, Tecla Lumbreras, Cristóbal G. Montilla, Esperanza Peláez o Jesús Zotano. No obstante, en aquella su casa, Jesús a todos consideraba y trataba por igual y siempre intercambiaba algún detalle que agradecía las atenciones que con él tuvieran. Así, el refrigerador y las paredes del bar atesoraban camisetas deportivas, balones y pelotas firmadas, libros, discos y artículos dedicados, reportajes y fotos que certificaban ese magistral toreo de salón con el que, desde su barrera y su sonrisa, Jesús condenaba la tristeza a un corral perpetuo. Blanca Motalvo, como buena valenciana que aprecia en justos términos el azahar de las risas, se enganchó a Málaga porque descubrió en aquel templo un antídoto contra el tedio de las noches de domingo. Trajo de su tierra una imagen de la Cheperudeta, la Virgen de los Desamparados para Jesús como agradecimiento por un reparto tan generoso de alegría. Apenas Blanca pisaba los umbrales sonaban himnos de Valencia. Todo pasa. Ahora Pablo, hijo de Jesús, hereda una responsabilidad que lleva tiempo desempeñando con magnífico oficio. Tuvo inmejorable maestro y desde un principio mostró inequívoca disposición para continuar la vía que trazó su padre. Ahora le queda su propio camino. Los días correrán por la ciudad bajo su nube perpetua de prisa y preocupaciones. Alguien captura un autobús a la carrera o recibe una carta certificada desde los tientes negros de la ruina. Los relojes disparan desde sus torres impasibles y la certeza de su tic-tac sin misericordia se hace presente en esa última hora que aguarda tras la esquina que no sabemos. Vivir el día. Besar la noche. Estrujar cada instante como ese regalo irrepetible que pasa desapercibido. Así hizo Jesús.

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