Charlaba yo el otro día con mi buen amigo el artista y profesor Don Carlos Miranda, sobre la independencia del cantón malagueño. Como aquel Simón del desierto en la película de Buñuel que bendecía todo a su alrededor para entretenerse, esto de ser independentista es muy ameno. Si mejoramos el refrán, el comer y el soberanizar, todo es empezar. Frente a otras zonas de esta España que nos oprime, que es lo primero que hay que decir si queremos independizarnos, frente a otras zonas, digo, Málaga tuvo su cantón y además hemos sido Reino de Taifas, y por si fuera poco zona independiente durante el periodo en que aquí estuvieron los bizantinos, y recordemos al montaraz Omar Ben Hafsún de Parauta. Queda clara nuestra idiosincrasia histórica, por tanto, a la que podemos añadir fenómenos tan irrepetibles como los Dólmenes de Antequera, los pinsapos o los chanquetes, elementos que por sí mismos nos definen como una nación con su flora, fauna y antecesores propios. Si miramos nuestros distintivos antropológicos, nadie en el mundo desayuna un pitufo o una nube. Por si esto fuera poco, nuestra fortísima personalidad ha desarrollado paradojas matemáticas tales como el mitad doble, o sistemas de peso y medida irreproducibles e ininteligibles por nadie que haya nacido más allá de nuestras precisas fronteras. Un güevo o una mititilla expresan con toda claridad el tiempo que tardé en montar un mueble o la cantidad de helado que comí, pero sólo para los malagueños que por si fuera poco, somos más graciosos y guapos que el resto. Como vemos, una pechá de diferencias provocan que no encajemos nuestro hecho diferencial con el resto de habitantes de la península que, encima, como todos sabemos, nos roban. De ahí que tengamos que considerar como actos de justicia popular esos tirones de bolsos y robos de carteras que sufren los turistas que vienen a vernos, porque somos tan maravillosos que tienen que venir a vernos.
Málaga tiene idénticas dimensiones a las del País Vasco, con una variedad de climas y cultivos tal, que podemos hablar del País Malacitano, o las Malacitanas, sin temor a equivocarnos. Pero seamos sensatos. La independencia se sustenta sobre la viabilidad financiera y poderío militar, y Málaga dispone de ambas cualidades. Dado el güevo de dinero que se oculta en la Costa, una vez rotos esos lazos opresores con Madrid e incluso con Bruselas, nos declararíamos paraíso fiscal, de modo que nuestros ciudadanos británicos, alemanes, rusos y chinos, traerían a nuestras arcas ingentes cantidades de dinero, construirían casinos y establecimientos burdelarios por doquier y los malagueños viviríamos de lujo con las rentas detraídas al resto del planeta, como Mónaco o el estado de Nevada. Con el fin de garantizar la seguridad de la patria, conveníamos mi amigo Carlos y yo, en que lo suyo sería solicitar la invasión británica para convertirnos en un Gibraltar más ampliado, y hasta podríamos iniciar un pequeño imperio mediante la conquista de Sotogrande y alguna que otra urbanización gaditana de ese estilo cuyos habitantes nos recibirían como sus libertadores. Sobre el idioma, las medidas son tan sencillas como el trasvase a la letra z de todas las páginas que en el diccionario se encuentran en el apartado de la s. Un himno cantado por Antonio Banderas a la limón con Carlos Álvarez, compuesto por Francis Gálvez, y una bandera diseñada por David Delfín cerrarían el catálogo de adminículos necesarios para caminar hacia la independencia de nuestros ciudadanos ahora oprimidos. Lo mismo que aquella mujer de la obra de los Álvarez Quintero cuando uno se quiere pelear, los motivos sobran. La razón de esta sinrazón que hoy padecemos a causa de los nacionalismos exacerbados, se alimenta de la mera falta de solidaridad, travestida de argumentos bajo el burka del victimismo. No existe ningún posible encaje constitucional ni posibilidad de negociación de los pobres frente a los ricos. Los piojos son feos y el glamour egoísta en exceso.