Ya escribí hace tiempo, que si yo fuera rico, pero de verdad, no de esos de programa televisivo en prime time, ni de revistas donde publican lo mismo una cursi puesta de largo, que las fotos de esa nueva pareja con la que alguien se haya crucificado, me comportaría como un rico de clase neutrino, es decir, invisible e ilocalizable como la misteriosa partícula, igual que los habitantes de esas mansiones en las carreteras marbellís cuya vista exterior ya me hacen chirriar los dientes de la peor de las envidias posibles en este universo. Eso escribí. Pero el humano evoluciona a la luz de las experiencias y, aunque debo confesar por mi natural modestia que todavía no llego ni a la categoría de adinerado, preveo ya planes de futuro para cuando me toque ese premio de lotería ahora huidizo como novia traviesa, del que sé que está lampando por venir a mis bolsillos y que juntos lo celebremos con los mayores fastos. Sí. Con los mayores en todo momento, porque ese es el rico que gusta al pueblo. Vivan las cadenas, siempre que mi amo toque palmas y se haga unos bailecitos de vez en cuando. Constato que el grave error de todos los señoritos que han oprimido a este pueblo andaluz, y son muchos, es que no eran flamenquitos. De ahí lo de la Mano Negra o las algaradas de los sindicatos campesinos comunistas que cuando la Guerra trajeron tanta desgracia por ambos bandos. Si yo fuera rico de esos que se pueden perder en su latifundio, o escribir poemas en los que “lontananza” u “horizonte” significasen el límite visual de alguno de mis territorios, visitaría con alguna frecuencia los bares de esos poblachos que en Andalucía se hallan rodeados por un solo cortijo. No tendría inconveniente en estrechar las manos de mis trabajadores aunque luego no tocase la comida por precaución; ya se sabe que los oficios del campo conllevan una falta de higiene por el estiércol y eso. Tampoco me importaría sentar en mis rodillas a alguno de esos niños que con tanta pasión entonan coplillas, tesoro cultural que señalaría mis hectáreas como bien inmaterial de la humanidad, aunque material mío. La imagen, sobre todo para pupilas que no salgan de mis lindes, vale más que cualquier palabra y que todos los silencios.
Estaba yo confundido con lo de comportarme como un rico huraño, tipo, no sé, Eduardo y Wallis Simpson, Duques de Windsor de quienes se cuentan sólo anécdotas de perversión sexual y otros divertimentos por el estilo. Me he percatado de que cuando uno sabe descender hasta el pueblo, siempre sabio, el pueblo no sólo eleva a uno hasta los altares, sino que borra cualquier pecadillo, enmascarado bajo la natural alegría de vivir que los ricos desarrollamos, y perdónenme que ya me vaya incluyendo en el grupo, convencido como estoy de mi buena estrella. Primer signo claro de ese acaudalado porvenir que me aguarda en breve, es que el destino quiso que naciera antequerano de ocho apellidos. Muy normales, sí, pero ocho. Desde pequeño conocí aquellos llanos amplios, casi sin final a la vista, que se encontraban en manos de unos pocos señoritos fácilmente distinguibles por apellidos tan extraños que las buenas gentes cultivadoras de sus dominios pronunciaban mal en nuestro dialecto tan gracioso para los del norte. Conozco las maneras señoriles de comportarse y, además, el pueblo andaluz me ha enseñado que ellas no son impedimento para que, a pesar del caballo, la fusta y la cuenta en Suiza, no aplauda tu paso en bota de montar por cualquier feria o sarao por más que, incluso la polvareda que se levante no haga sino extender un poco más mis tierras hacia el cielo. No descarto que con este nuevo propósito existencial mío la Junta me otorgue una medalla como hijo predilecto o, incluso, me vea en las manos con algún Efebo de Antequera, para el que tengo reservada una vitrina en mi inmenso cortijo imaginario donde mis criadas vestirán de faralaes y, a pesar de su escaso sueldo, sentirán un inmenso regocijo cuando limpien mis trofeos a ritmo de bulerías y otros palos. No me cabe duda de que, al igual que aquella espada de la comedia, lucirán tatuado en sus muslos un emocionante “Viva mi dueño”.