El sábado anterior asistí a la fiesta del conejo en Parauta. Un despiste del conductor del autobús en que marchábamos un grupo de amigos hacia las sierras rondeñas ocasionó que recorriéramos un buen número de kilómetros hasta Benadalid, villa que usa el interior de su pequeño castillo como cementerio donde descansa un significativo número de señoras y señores de Beneroso, según nos informó nuestro amigo Gaby quien, en principio, nada tiene que ver con aquellos campos a pesar de las evidencias. Un error es un error cuando no se sabe aprovechar. La equivocación en una rotonda consiguió que disfrutáramos durante un rato más de un paisaje por mí mal conocido. Montañas abruptas pobladas por la fronda de bosques y frutales a los que acariciaba un sol sureño limpio de nubes. Málaga es una preciosidad desde los llanos del norte hasta los montes que protegen las playas. Su orografía provoca una notable diversidad de paisajes e incluso de climas difícil de reproducir en cualquier otra zona de España, salvo en Tenerife. En ocasiones, uno puede contemplar en bañador desde Torremolinos las cumbres nevadas de La Maroma y el Torrecilla, un lujo estético. Llanos, cadenas de sierras, cultivos tropicales próximos a abetos y pinsapos; vientos atlánticos que no turban la placidez de un Mediterráneo luminoso y cálido. Sin ninguna modestia puedo escribir que habitamos un pequeño paraíso que, sin embargo, no sabe vender al mundo su riqueza visual, cultural y gastronómica, más cultura. Málaga se extiende por unos pocos kilómetros más que el País Vasco. Pongamos en lugar de Antequera, Marbella y Nerja a Vitoria, Bilbao y Donosti, traigámonos a la novelista vasca de raíces malagueñas, Txani Rodríguez para que una ambos mundos, y ya está. Sin embargo, mientras el País Vasco sabe pregonar sus virtudes, que las tiene y yo adoro, Málaga aún oculta sus tesoros a pesar de que el turismo sostenible y lejano a las estaciones del año es vital para nosotros.
Como cada noviembre, han vuelto a cerrar hoteles en nuestro pequeño paraíso. El paro que genera el sector turístico condena a miles de familias a una inestabilidad laboral que detiene parte de la maquinaria del consumo y del emprendimiento. Acostumbrados como estamos a que Málaga se cobije bajo el binomio sol y playa, parece natural que haya trabajo solo tres o cuatro meses, salvo los otoños de sequía como este que hemos vivido. Cuatro meses de faena no salvan los ocho restantes, sino instalados en las estrecheces económicas. Una pescadilla que muerde rabiosa su cola que comienza con el cierre de instalaciones hoteleras, lo que impide una llegada de visitantes que evitaría la clausura temporal de restaurantes, empresas de transporte, bares y otros comercios. Nadie hasta ahora ha desenladrillado este cielo. A la consejería se le llena la boca de peticiones para que los hoteles, sobre todo costeros, aguanten el invierno con las puertas de par en par; sin embargo, la propia consejería clausura la residencia de tiempo libre de Marbella bajo su cargo, porque el establecimiento generaría un boquete dinerario en las arcas públicas. Un problema que se resolvería sólo si se consiguiera una afluencia de visitantes continua. Entre vaso y vaso, con las melodías de danzables verbeneros de fondo alzo la vista hacia los alrededores de Parauta y no comprendo este mínimo desarrollo de ese turismo que se aleja de la discoteca y el bullicio costero que también está ahí a mano. En muy pocos kilómetros el viajero que se acerca a aquellas sierras descubre vinos, carnes y frutas de primera calidad o monumentos únicos como la Cueva de la Pileta. Ecoturismo, gastroturismo, turismo de deporte, de silencio y descanso, de ornitología, de soledad. Málaga puede desplegar miles de álbumes de fotos distintos para que cada quien encuentre el suyo. Málaga es mucho más que sol y playa; un país repleto de paisajes al que atenaza el origen de su motor del desarrollo sesentero. Más de medio siglo desde aquellos días y nadie enmienda estos borrones.