Novio de la muerte

27 Oct

Soy un novio de la muerte. No es que me haya alistado a la legión, o que mi chica se haya percatado de que soy un hombre que ni le conviene a ella ni a ninguna otra mujer y por lo tanto haya decidido eliminarme. La luz de esa mala estrella mía se alimenta con el hecho fortuito de que he crecido y vivo en Málaga, lo que empeora con el hecho voluntario de haberme comprado una bicicleta para mis desplazamientos urbanos. Si durante varios momentos de la jornada nuestras calles significan un peligro para el peatón, para la bicicleta significan dos, como señala ese prefijo “bi”. La cosa de la bicicleta, como habría escrito nuestro insigne Miguel Romero Esteo, comenzó porque comprobé mi tensión sanguínea. Uno se arriesga a esos actos porque la publicidad de medicamentos y sanitaria lo empuja como los piratas al tipo que arrojaban desde la borda. Sentía en los oídos de mi conciencia el zumbido de una irresponsabilidad poco definida. No tengo ni idea de los valores óptimos de la tensión y no dispongo en la cartera de un índice de triglicéridos ni de pulsaciones por minuto. Nunca llevé termómetro o analgésicos en los bolsillos como veía de niño que hacían mis mayores. Quizás sea un determinista, quizás un escéptico. He bebido junto a los canallas más longevos y lúcidos, al mismo tiempo que he sabido de cadáveres jóvenes y saludables llevados por dolencias tan ocultas como su ángel de la guarda. Reconozco una actitud cínica con mi propio cuerpo. Cuando me veo en el espejo considero que no merezco nada más. El caso es que en contra de esta visión del mundo particular e intransferible, una tarde decidí usar uno de esos aparatos que se enquistan en los cajones de la casa paterna y que servía para la vigilancia de la tensión, un asesino silencioso, según las instrucciones. Le dije levántate y anda, pero el maldito cacharro me lo agradeció con la esquela de mi muerte. Sus parámetros certificaban mi defunción. Reaccioné con serenidad. Corrí hacia mi portátil, y entre alguna furtiva lágrima, pensando en las diversiones que jamás cumpliría, compré una bicicleta por Internet del mismo modo que los tísicos buscaban antaño el antídoto que torciese las líneas de su final certero.

Aquel aparato estaba sin pilas y comprobé en la farmacia que mis arterias funcionaban de buen ver. Un susto y una bicicleta que llamaba a mi puerta pocas horas más tarde. Una bala más en el tambor del revólver. La red de carriles bici malagueña se ha incrementado. Pasamos de cero a unos pocos de kilómetros en los últimos años. Ciudades como Vitoria o Viena me sorprendieron hace mucho más de una década con una extensa red. Ambas comienzan con la uve de ventiscas, nieve y lluvia durante un invierno tan extenso como su nivel de civilidad. Allí este transporte sano y ecológico no implica riesgo de defunción. Toda novedad tiene que ser asimilada, y esa labor corresponde a los poderes públicos. El carril bici de la Alameda Principal es invadido por motos, y justo en la curva demencial y peligrosa que traza junto a los puestos de flores, se haya inundado por el agua que allí, precisamente allí, arrojan. Los peatones cruzan por cualquier lado para coger los autobuses y milagro es que no se produzcan varios accidentes cada día. Los carriles de los paseos se encuentran invadidos por los viandantes, sobre todo, personas mayores o con carritos de niño que consideran ese pavimento más agradable. Pero los pasos de peatones, compartidos con ciclistas, albergan sin duda la mayor amenaza. Algunos conductores no consideran a la bicicleta un elemento al que deban ceder el paso. Al Ayuntamiento se le cae la boca con proclamas sobre la movilidad más allá del coche. En un clima como el nuestro, el uso de la bicicleta podría ser mayoritario entre grandes segmentos de la población. Tal como están hoy los carriles de bici, sin vigilancia constante y con trazados inseguros, el ciclista sólo dispone de caminos para vueltecitas dominicales, no de rutas para acudir al trabajo sin que lo desvíen hacia el cementerio. La verdad, prefiero hacerme novio de otra muerte en cualquier barra de bar donde concluya este sainete con su mala reputación en rojo sobre mis labios.

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