España

13 Oct

Cuando era pequeño leí la Enciclopedia Álvarez. Alguna generación anterior a la mía estudió en ella. En 1970 llegó la reforma educativa del ministro Villar Palasí, el sistema más longevo que ha conocido nuestro país. Los españoles fuimos a la escuela bajo el marchamo de la EGB, BUP o FP. Los que iban, claro. Visto con las gafas que regala el tiempo, aquel manual para escuela unitaria provoca la sonrisa del lector. La han reeditado como curiosidad histórica y no me cabe duda de que muchos nostálgicos la habrán acogido de nuevo en casa. Dios padre se representaba como un triángulo equilátero y España ya estaba en la mente de Viriato o los emperadores romanos. El prolífico Jon Juaristi escribió un magnífico ensayo sobre los mitos de origen en la cultura de Europa. Los historiadores franceses se inclinaban más por la procedencia de su actual nación desde los germánicos francos o desde los célticos galos, según las enemistades estuvieran más al rojo vivo con Berlín o Londres. Los italianos siempre obviaron la invasión de los pueblos bárbaros en su península cuando se asoman al balcón de su pretérito, Roma es madre única. Los ingleses oscilan entre mayor o menor cantidad de sangre normanda, sajona o britana siguiendo los avatares de los tiempos que les toquen vivir. Los historiadores españoles no iban a ser una excepción a esas apetencias de señalar raíces en el pasado. Según la enciclopedia a la que me refiero, Portugal no existe y ya digo que Viriato era español, dado su indómito espíritu que se rebelaba contra un imperio romano que aún no disponía de césares nacidos en nuestras ciudades. Como a nadie se ocultaba la manía filo-nazi de los ministros falangistas de Franco, al final de las páginas, el lector concluía que los españoles éramos visigodos, esto es, germanos, eso sí, místicos, abnegados y caballerosos conquistadores de medio planeta. Los rusos eran enemigos.

Las infantiladas y falsedades de la propaganda franquista sirvieron tras la dictadura para atacar el concepto de España por efecto péndulo. Una de las madres del castellano es el vasco. El documento en que aparecen las primeras palabras en castellano, las glosas de San Millán, es el mismo en que aparecen los primeros vocablos vascos escritos. El castellano no es más que el latín medieval mal aprendido por los vasco-hablantes al que imprimen características de su lengua materna. En esa época no existía Madrid y Franco no había cursado órdenes sobre idiomas. El gentilicio que designa a los habitantes de España, esto es, españoles, procede del apelativo con el que los provenzales llamaban a los hispano-godos que llegaban a sus tierras del sur mediterráneo de la actual Francia huyendo de la invasión musulmana. Los primeros españoles fueron los catalanes quienes más tarde aseguraron aquellas tierras al sur del Pirineo, conquistadas por Carlomagno como un espacio fortificado cuyo objetivo era detener otro posible avance islámico hacia Europa. Los españoles regresaron por esos pasos siglos más tarde pero con el objetivo de ver cine porno en Perpignan. Necesidades. Tras tanto marasmo histórico conviene revisar conceptos. Una sociedad se basa en unos vínculos culturales e históricos. Sobre todo, una sociedad se ancla en la solidaridad y ayuda entre quienes componen ese espacio designado como colectivo. Además de las banderas e himnos, el ciudadano necesita sentir la protección del grupo no sólo en las grandes gestas, sino en el día a día, en los perfiles de la intra-historia que es como Unamuno definía la pequeñas luchas con las que cada quién sobrevive cada jornada. Un pasaporte acuña su valor si protege frente a contingencias. De ahí nace el amor a una bandera y al concepto al que remiten esos colores. Los gobiernos democráticos han sido poco eficaces en el desarrollo moderno de las ideas de patria, nación y sociedad por esa torpeza histórica a la que nos tienen acostumbrados los gobernantes españoles, así como condena histórica, y como demostración de que, en efecto, España existe.

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