Una de las características urbanas que más me sorprendieron en Nueva York o en Londres fue la enorme proporción de comercio tradicional frente al de gran superficie. Oficios que en una ciudad como Málaga ya son raros de encontrar al paso, como zapateros, sastres, costura, lavanderías y plancha, allí se intercalan entre locales dedicados al comercio de frutas y verduras, carnes, licores o prensa, de modo que el decorado de una de esas grandes urbes se hace más cercano al viandante que el de una ciudad media española donde los almacenes acaparan la mayoría de las transacciones diarias de las familias. El pequeño comercio en Málaga se queja y queja de la competencia desproporcionada que, según sus representantes, realizan las grandes superficies de modo que solicitan, y se les conceden, medidas que protejan su rentabilidad, lo que contrasta con el vigor que demuestran ese tipo de negocios más allá de nuestras fronteras sin necesidad de ninguna norma reguladora ni de horarios, ni de cualquier otro tipo. Quizás habría que revisar el significado de comerciar para más de uno. Vivimos en una sociedad en la que los horarios rigen la existencia, de modo que pasa el día sin que uno se percate, corriendo entre tarea y tarea. Cualquier trabajador añade a su horario laboral, la compra, la elaboración de la comida de un día para otro, la limpieza, algo de descanso y ya estoy a estas alturas de la frase, en la hora de preparar la cena y de sepultarse en la cama. Pocos son quienes pueden disfrutar de aquel deseo del Principito frente al vendedor de pastillas contra la sed, y se permiten caminar despacio, despacio, hasta encontrar una fuente. Sin embargo, los responsables de buena parte del comercio de barrio que conozco, la mayoría sus dueños, se comportan con la clientela como si el mundo dispusiese de todo el tiempo para perder haciendo cola en su negocio. Parece que hacen un favor al cliente que atraviesa sus puertas. Me he encontrado frente al amo del mostrador que se pone a hablar por teléfono de la próxima quedada dominical, o charla tranquilo con la persona a la que atiende sin que le importe el resto de paganos que allí se encuentra y no por gusto. Conozco mil sitios en los que intercambiar billetes por charla.
El tiempo es oro en nuestra sociedad acelerada. Si me quiero relajar pillo el camino del SPA o del bar, pero no el de la frutería del barrio donde sólo pretendo cubrir mis necesidades diarias. La posible competencia en precios contra el gran comercio se diluye porque mi tiempo también se cuantifica en monedas. En un país donde se pueden firmar contratos por una sola hora al día, nos encontramos que la fila ante el mostrador es una de las postales costumbristas en una Málaga con un índice de desempleo brutal. En aquellos pequeños comercios americanos o ingleses a los que aludí al principio, apenas coincidía con posibles compradores esperando. Este verano entré en una tienda de chaquetas en Oxford y me atendieron tres comerciantes. En España eso ya no se produce ni en los grandes almacenes de mejor renombre, donde el cliente gira la cabeza como una lechuza durante diez minutos antes de que se acerque cualquier vendedor aunque tenga una prenda de 300€ en la mano. En Macy’s de Nueva York recuerdo un mostrador de cámaras de fotos con cinco vendedores que explicaban las características de su mercancía y no tenían inconveniente en poner sobre la mesa un montón de cámaras desembaladas de sus cajas. Aquí contemplé cómo chuleaban a un cliente en una tienda informática. Me salí. En Estados Unidos o en Gran Bretaña, llaman desempleo alto cuando el 6% de su población activa busca trabajo. Durante los años del ladrillo galopante, la época más dinámica de la economía española, nunca bajó del 7% el paro registrado en nuestro país. En gran parte de nuestro comercio parece que al cliente se le hace un favor por permitirle dejar sus euros en la caja registradora. Da pena contemplar locales vacíos en los que alguien invirtió sus ahorros en un negocio fallido; más tristeza provoca padecer el concepto de servicio que cultiva más de un tendero que oscila entre la desidia, el desprecio y el engaño.