Málaga supera al resto de España en la proporción de Ninis, esto es, los jóvenes que ni trabajan ni estudian, ni na de na. Ni lo van a hacer. Nininini sería un palabro más adecuado. Málaga arrastra una ya larga tradición de supervivencia económica, más o menos disimulada según los vaivenes de la economía. Mientras el País Vasco aguanta bien los oleajes de las crisis gracias a su tejido industrial y a la formación de sus trabajadores, Andalucía se retrasa un poco más respecto al resto de las regiones de España. De aquella Málaga industrial del siglo XIX quedan sólo algunas chimeneas como testimonio de que así pasan las glorias del mundo. Esos declives son muy complicados de levantar, sobre todo, cuando en realidad eran flor de un día a la que faltaban cimientos. Por seguir mirando la historia, fue la iniciativa emprendedora de unas pocas familias malagueñas, ya saben, Heredia, Loring y Larios, junto a algunas otras, la que trajo a nuestras playas, con bastante retraso respecto a Europa, una mini-revolución industrial de provincias. Pocos saben más allá de las Pedrizas que los primeros altos hornos siderúrgicos se alzaron aquí, no en el norte. Tampoco saben esas víctimas catalanas de la opresión española que las leyes que Isabel II de España promulgó para la protección de las hilaturas catalanas hundieron a las malagueñas. El tiempo borra hasta las mentiras. El caso es que por falta de rentabilidad las industrias malagueñas se esfumaron y Málaga se volvió un paisaje de corraleta y boquerones hasta los años setenta del siglo anterior, cuando el turismo tejió entre biquinis un leve paño industrial que convirtió en comida de ricos nuestras coquinas y chanquetes de las cenas estivales. La actividad económica aumentó el colesterol en los malagueños, erigió barrios populosos de pobre calidad, pero permanecen intactos ciertos desajustes eternos y recurrentes enquistados en el imaginario colectivo como los piojos en las escuelas. En Málaga no sólo ha faltado desde siempre una cultura empresarial sino que aún sobra una cultura de la supervivencia, actualizada en supervivencia de buen rollito. En la época de Heredia no se abrió una facultad de ingeniería como sí se hizo en Bilbao o en Londres, y el turismo en Málaga ha hipertrofiado el ladrillo pero no la restauración de renombre mundial, la botadura de yates o el diseño de mobiliario para hoteles, por poner ejemplos.
Tras la última crisis en la que se vuelve a demostrar que pocas cosas hay nuevas bajo el sol, repunta el número de jóvenes que castigan su desencanto con siestas y sueño a deshoras. El sistema educativo reglado, donde el dinero de la formación ni se roba ni se tira, ofrece caminos para subirse al tren del trabajo cualificado, pero el cálculo mínimo para un joven que dejó de estudiar y quiere aprender un oficio es de tres años en caso de que no tenga graduado escolar y decida prepararse en serio. Dos años si tiene graduado. Ante esa cifra, al instante se oyen los susurros de la cultura de la supervivencia que tantas raíces históricas sumergió en estos lares. Muchos de esos ninis abandonaron las aulas llamados por los billetes rápidos de la construcción, donde ni aprendieron algún oficio, ni se formaron. Un peón ganaba lo suficiente para tunearse el coche y darse el lote con la novia el finde en Benalmádena. Incluso las novias dejaban los institutos llamadas por esos oleajes de dolce-farniente de sábados y juergas de guardar. El resultado ha sido que disponemos de legiones de trabajadores sin capacitación, lo que en el mundo de hoy condena a la esclavitud o al paro crónico. Los marinos franceses decimonónicos calificaron a los malagueños como merdellones (mierda de gente) porque nuestras hordas de menesterosos se lanzaban a mendigar a sus barcos. Las fuertes estructuras familiares malagueñas libran a estos jóvenes de la miseria bajo el techo y la comida paternos. El tiempo pasa. Falta cultura empresarial y emprendedora, falta la cultura de la cultura, y sobra la de la supervivencia y el buen rollito. Errores crónicos.