Si los hechos son como refleja la prensa, un tipo fue detenido la semana pasada por acuchillar a otro en Calle Larios. La víctima intervino en una pelea en la que el agresor, presunto, estaba golpeando a dos mujeres. Uno se queda sorprendido de que un hecho que causa tanta repugnancia pueda suceder en una calle tan principal de la ciudad, pero se queda helado cuando lee algunas líneas más abajo que el agresor había sido detenido pocos días antes por un, presunto, intento de violación muy violento a dos chicas. Además, el tipo es un asiduo de las comisarías y juzgados. Y ya me pregunto qué tiene que hacer alguien de esas características para que el o la juez determine su ingreso en prisión preventiva que existe no sólo para garantizar que el acusado no destruya pruebas, ni se fugue, sino también para la protección de las víctimas que, visto el historial del sujeto, puede tratarse de cualquiera como ya ha demostrado. Decisiones como la del o de la juez que lo puso en la calle tras una agresión a dos mujeres se hacen incomprensibles, al menos para un servidor. Ahí están los hechos recientes. La sociedad española se halla inmersa en una cruzada contra la violencia de género que la dignifica, pero a veces las abstracciones de jurisperitos convierten los tejemanejes de los códigos y sus interpretaciones en razonamientos cercanos a la paradoja, o así. Vamos a ver, resulta que si un tipo le endiña a su pareja las mismas patadas que a las mujeres a quienes quiso agredir sexualmente días antes, ingresa en prisión de inmediato dada la presión social que en la actualidad reclama la protección de la mujer víctima de la violencia de sus allegados. Y me parece perfecto. Lo que ya no comprendo es la especulación de chistera forense que conduce a un o una representante del poder judicial a pensar que cuando no existe vínculo afectivo, la mujer está más protegida. Alguien quiere hacer realidad ese mal chiste del pégale tú a mi esposa, que si le doy yo es un delito.
El hombre agrede a la mujer, sea la que sea, porque es más fuerte y punto. Si encima mantuviera con la maltratada algún tipo de relación, lo único que significa es que le pegará más veces porque cabe la posibilidad de la cercanía, pero la protección de las víctimas se hace necesaria en cualquier caso porque la propia naturaleza humana ha evolucionado hacia una indefensión manifiesta. La prueba queda sobre el suelo sanguinolento de Calle Larios. No se trata de hablar a toro pasado, que siempre es muy fácil, sino de que en este caso concreto y dados, no sólo los antecedentes y arrestos anteriores, sino el currículum agresivo del individuo, no se entiende que entre y salga por la puerta forense sin más. Lo mismo está de nuevo en libertad cuando escribo estas líneas porque ha dado con un o una juez que comprende sus actos como chiquilladas sin mayor trascendencia ni peligro para sus vecinos. Supongo que a un juzgado que tome decisiones tan erróneas no habrá modo de exigirle que rinda cuentas por lo ocurrido. Para aforamientos los del poder judicial, escudado en los difusos límites de la interpretación del derecho que nació a la vez que la teología en las universidades de la Edad Media y que, en ocasiones, alcanza cotas de razonamiento tan abstrusas que insultan al sentido común y emborronan, de paso, el derecho que el resto de la ciudadanía tiene a sentirse protegida. La primera presunción de inocencia es la de las víctimas, que carecen de protección si se dejan a los agresores en la calle, sin medidas de vigilancia de ningún tipo. El control electrónico a distancia no es una ficción de cómic. Padecemos un código jurídico anclado en unos conceptos de culpabilidad colectiva, hoy más que discutibles, y ciegos a la propia responsabilidad y voluntad del individuo. Cuando los miembros débiles de una sociedad son vulnerables, los códigos se han convertido en elucubraciones de jurisconsulto en su torre de marfil.