La semana anterior fue publicado el calendario oficial de jornadas festivas del año que viene. España es un bar con un país alrededor. Así, muchas decisiones se dirimen bajo criterios hosteleros, en este caso, amparadas por el escudo de las tradiciones. Fiestas nacionales, autonómicas y locales. Si alguien fuese agraciado con un güevo de millones, así en malagueño, en algún sorteo europeo, estatal, autonómico, e incluso de barrio, que se prodigan por estas tierras, pongo las manos sobre el fuego y no me quemo, si afirmo que el tal afortunado podría imitar a Burt Lancaster en El nadador y lanzarse de festivo en festivo, como aquel personaje se zambullía de piscina a piscina, sin que le faltase ni una sola hora de pereza dominical y dolce farniente en su nuevo calendario. He visto autobuses de orquestas verbeneras con dormitorios para que los músicos no pierdan tiempo entre pueblo y pueblo. Si yo fuera muy rico preferiría un tránsito perpetuo por días laborales. La sensación de descanso y superioridad es mayor cuando uno contempla el sudor ajeno y los ajetreos con los que el resto de los mortales se ganan el pan nuestro de cada día, que a mí me servirían en locales agradables con camareros solícitos que me pondrían el desayuno por delante mientras leo el periódico, pequeño vicio. En España, sin embargo, puede llegar a ser complicado no tropezar con algún día ocioso a traición cuando uno menos se lo espera. Nadie tiene miramientos con esas personas opulentas a quienes la fortuna eligió para dar paseos y tomar vermús con aire de suficiencia, mientras otras embalan cajas y acarrean ladrillos. Así es la vida. Pero, en demasiadas ocasiones, tampoco se toma en consideración asuntos que afectan desde otras facetas a una gran parte de la ciudadanía, por ejemplo, la enseñanza. Son muchos los que se rasgan las vestiduras cada vez que se menciona el sistema educativo, e incluso se pegan por ver quién lo defiende más. A la mínima pasa a ser en todo tipo de despachos, asambleas y pasillos, materia de segundo o tercer orden si no queda más atrás en la cesta de prioridades.
En el calendario queda claro el día del nacimiento de Cristo y el del transcurrir de un año a otro; sin embargo, las fechas de su muerte -y escribo esto con todo respeto- son móviles y unas veces vienen bien y otras mal, pero nadie pretende que la Semana Santa quede fija según conveniencia del almanaque de la escuela. La tradición, es decir, el peregrinar tras un convencionalismo, preside en este caso todos los criterios. En Sevilla, hay años en los que las tintorerías acaban de limpiar túnicas al tiempo que almidonan los faralaes para la feria. Imaginen a los escolarillos entre fanfarrias y palmas. Si regresamos a Málaga, las fiestas de San Ciricaco y Santa Paula cortaban el final del curso y pocos días antes de San Juan cuando, aunque tampoco sea festivo, no hay adolescente que se encierre en casa esa noche; además, el curso ya cierra en breve. Alrededor de esas mismas fechas revueltas entre exámenes finales y selectividad, hay algún recuadro tintado en rojo del calendario de Marbella o Benalmádena. Meses más tarde, al inicio del curso, no hay fiesta peor situada que la de la Victoria, patrona de nuestra ciudad, que detiene la maquinaria muy compleja de las oficinas y planificaciones de una etapa que comienza su andadura el 15 de septiembre. Cada municipio marca los festivos que considera. Málaga capital, ente otras localidades, tiene una semana blanca que aprovecha el día de Andalucía porque ni sus aulas pueden abrir después que las del resto de la región, ni finalizar antes, ni pasarse del número de días lectivos. Nuestras fiestas jalonan el verano. En Fuengirola, disfrutan la feria a los pocos días de empezar los estudios. Nuestro calendario festivo pervive desde una sociedad rural ya inexistente. La de hoy, guste o no, navega entre productividad, rendimiento y preparación para un mundo globalizado y competitivo. Pero Spain is different y demasiado cañí para lo que se estila.