Cuentan de Amadeo I de Saboya que llegó a Madrid en un día frío y nublado. Los ciudadanos corrían con ajetreo hacia sus hogares y labores, y apenas si se detenían para mirar con indiferencia el paso de un nuevo rey que ni siquiera se percibía como un intruso en una nación desilusionada y dividida. Duró dos años en un trono sobre miserias movedizas. La Iª República ni siquiera llegó al año. El príncipe Felipe, en breve rey Felipe VI, hereda en plan novela de misterio dos maldiciones, la de su padre y la de los reyes de España. El primer monarca de la casa Austria fue el emperador Carlos I; el último, Carlos II. El primer Borbón se llamó Felipe V y ahora aparece el VI de la baraja. Por si esto fuera poco augurio nefasto, Don Juan Carlos cede el trono una vez que la familia lo ha inundado de termitas y en mitad de una profunda crisis que va más allá de lo económico, de las estructuras sociales y de las fronteras de cada estado, como cada día demuestran los ladrillazos que los presidentes europeos se lanzan unos a otros para demostrar ante los suyos un liderazgo de tintes tabernarios y chulescos. El Rey asumió el trono en aquella España convulsa donde la crisis económica que tocaba a esa década destrozó sectores productivos completos, donde los terroristas de uno y otro signo blandían los sables y las pistolas para afirmar el imperio de la sinrazón y donde había que estructurar una complicada fórmula de transición que fuese aceptada por una mayoría social lo suficientemente amplia para que se acallasen los delirios que por un extremo u otro preferían desgarrar a tiros la faz ibera que ceder en sus idearios. La monarquía apareció como una solución conciliadora y así hemos vivido durante más de tres décadas en las que España ha progresado tanto que incluso se ha convertido en objeto de codicia para todo aquel que ha sabido meter mano en las arcas públicas; políticos, sindicalistas, empresarios y parientes de su majestad que, ya tranquilo en su reino, cometió el error de repugnar a una sociedad española a la que se le caía otra figura más del ajedrez a los pies de un elefante muerto y entre los efluvios de una cortesana internacional. No hay que olvidar que su majestad nació en Roma y ya se sabe la devoción que por esas berlusconadas siente cualquier italiano. Y llegaron los días fríos y nublados.
La sociedad española antes que monárquica se declaraba en gran parte juancarlista. Don Felipe tiene una primera tarea casi propia de Hércules, la de revivir el calvario del padre y volver a demostrar que la corona vuelve a trazar un camino adecuado, al menos, durante algunas décadas. La monarquía parlamentaria no significa un obstáculo para una posible reforma de la constitución que permita el encaje del nacionalismo financiero catalán o vasco, por ejemplo. Incluso tampoco lo significaría para un paso hacia una monarquía constitucional con mayores cotas de control parlamentario. La república en estos momentos mostraría varios problemas de entrada. En primer lugar, el tipo de república, a la alemana, a la francesa o a la americana. En unas el presidente ejerce un papel casi tan decorativo como puede hacerlo un monarca y no sale más barato. En las otras el primer ministro ostenta un poder absoluto. La república española tiene mucho de nostalgia histórica de lo que nunca se desarrolló en la realidad. El mayor problema de Don Felipe es que, a diferencia de su padre, la clase política actual está desprestigiada y contaminada por una piara de arribistas que busca salir de la miseria mediante el despacho. Además, su propia familia se ha encargado de dilapidar el prestigio que la institución monárquica había atesorado mediante la transición desde una dictadura. Ahora pasamos de una monarquía manchada a otra incierta. La coronación de Felipe VI tendrá que celebrarse a escondidas y con bocadillos de “chope” y gasesosa si el futuro monarca no acalla con la razón el fervor republicano que el desencanto sembró entre la ciudadanía. En sus manos y en su inteligencia queda el desenlace. Llega el verano y los días fríos y nublados a palacio. Felipe V, Felipe VI, qué susto.