Palomas

31 Mar

Cada mañana desde hace algunos meses me despierto, quiera o no, a las siete de la mañana. Las palomas golpean insistentes mi balcón. Sus arrullos presagian la llegada de una señora que las alimenta también con puntualidad como de devoción inexcusable. No falta a su cita ni en madrugadas de lluvia o frío. La observo desde la ventana, incluso la grabé con el móvil en alguna ocasión. Sólo se fija en sus pájaros. Antes no había palomas en la plaza. La señora arrojaba migajas a las aceras con esa fe bíblica de quien lanza pan a las aguas para que la providencia lo devuelva multiplicado. Y llegó el maná en forma de palomas. El fruto de los desvelos como de embarazada de lo incógnito. De la constancia de la madre que se nutre consciente de que alberga otro cuerpo. Así llegaron las palomas. Sin esperarlas, sin aviso como dicen que se inmiscuyó el Espíritu Santo sobre el temor de los apóstoles. Y me despiertan cada mañana. Y yo que de por mí soy un tipo con carácter poco amistoso imagino una escopeta entre los efluvios de esta ensoñación a medio gas a la que estoy condenado. Y oígo las detonaciones e incluso huelo la pólvora mientras disfruto del espectáculo sanguinolento de un enjambre de pajarracos transmutado en plumas por las baldosas. Y sueño que duermo, y sueño que me despierto en mitad del día. Pero no. Cada mañana con la puntualidad de los amantes allí está su protectora. Nerviosa. Mira hacia los lados porque se sabe una furtiva que regala vida a los animales y tormentos a los hombres. Al menos a los hombres dormidos. Su bandada de devotos la premian con un encuentro al que acuden con la precisión de los ritos. Toman su pan y su sal. Participan en la comunión de quien les evita el hambre y el desprecio con el que la naturaleza condena a cada ser que nazca en este mundo. Nunca mira hacia mí ventana. No existe para ella más cielo que el asfalto donde siembra el aliento. Mañana será otro día. Sus horas se han cubierto de significado. Se acuesta y levanta entre los límites de una obligación y la soledad se diluye entre el azucarillo del café.

Mi abuela hablaba con sus gatos. A veces yo también me descubro hablando a mi perro. Le pido por favor que baje del sofá y le comento los planes que tengo para esa tarde. Mi padre hablaba con sus libros, sin embargo era hombre de pocas palabras. Desde que lo perdí hablo con él por los pasillos de su casa. Incluso me oigo a mí mismo diciéndome consejos, me doy ánimo en las ocasiones malas, me perdono mis pecados de viva voz y con poca penitencia, como dicen que perdonan quienes han pecado mucho y por eso son tan condescendientes con las debilidades de los humanos. Virgilio aconsejaba huir de los griegos. Yo huyo de los virtuosos. Temo los pensamientos de quienes no hablan solos, ni charlan con los gatos o las palomas. Sospecho una perversión más grave en la absoluta rectitud y lucidez. A la mínima calculan un método infalible para criar humanos con migas de pan y que tengan que arrastrarse por el suelo y someterse a sus horarios y entregar hasta la honra. Quizás sea por eso por lo que no mato a las palomas. Aguanto sus aletazos igual que la señora soporta que nadie desayune con ella o la visite a media tarde para que pueda poner la excusa de que está muy ocupada en esos momentos y que tiene una obligación que no puede demorar. Algo después estaría encantada, pero ahora hay alguien que la necesita. Puede incluso que ponga nombre a cada una de las palomas. Me sería fácil hacerle una esquela mortuoria a cada una, pienso o me digo, no sé, mientras tengo en la mano una taza de té y me voy hacia el cuarto de baño recordándome las obligaciones del día para que no se me pasen. Ah. Y tengo que comprar una escopeta, me lo llevo aconsejando desde hace muchos meses, pero nunca lo hago porque al final de cada jornada las obligaciones me impiden dedicar mi tiempo, siempre escaso, a asuntos demorables. Tal vez, cuando ya sólo tenga tiempo en los bolsillos, quizás me dedique a observar las palomas y descifre su idioma y, sobre todo, por qué me despiertan con tanta premura.

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