Corruptelas y amigos

24 Mar

Como malagueño, uno también tiene sus recompensas. Escribo este domingo soleado frente al rebalaje que nos cobija la cartera y el espíritu. Muy mal hay que hacer las cosas para que en esta tierra no nos vaya lo bien que debiera. Así en frase sentenciosa. Algunos visitantes de marzo intentan bañarse entre olas que engañan con brillos a quien no conoce su temperatura. Sin apariencias no existiría el paraíso. Pocos caen en la trampa; es muy difícil ser extranjero aquí, y ya es la tercera generación de gentes de más allá de los Pirineos la que nos acompaña una y otra vez. Algo tendrá el espeto cuando lo bendicen. España se dibuja en la retina de millones de foráneos. Nuestros vecinos nos conocen bien. A veces se desayuna uno con noticias que incluso no desalientan el ánimo, pero en demasiadas ocasiones sería preferible quedarse mirando el mar, versión malagueña de la técnica del avestruz, pero estéticamente mucho más conseguida. Del ir y venir de turistas no sólo quedan gitanas y postales de burro-taxi en las vitrinas de ingleses y alemanes. También vuelan impresiones y palabras en sus bolsillos. La historia de un idioma es la de las sociedad sobre la que se sustenta a lo largo del tiempo. El castellano es antiguo, España también; sin embargo, han sido pocos los vocablos legados a la humanidad en relación con la importancia numérica del idioma y la muy azarosa y compleja historia de esta nación. Así, si se atiende a términos que nos llegan del inglés como champú, yate o fútbol, uno concluye que, en líneas generales, al menos en teoría, la sociedad inglesa es limpia, deportista y rica. Cuando un idioma expande en otras culturas palabras como mosquito, guerrilla o toreador, aflora en el imaginario colectivo una estampa cavernaria y poco edificante. Los viajeros románticos que se arriesgaban por nuestras veredas y montes decimonónicos escogían la península porque estaba cercana y, según sus parámetros de civilidad, salvaje. La entrada correspondiente a España en la Enciclopedie francesa del siglo XVIII se preguntaba de modo directo ¿qué debía la humanidad a España? Nada, respondía. Bajo esa perspectiva se contemplaba esta tierra de Caín, la faz del dios ibero de la que habló D. Antonio Machado cuando pedía regeneración allá por los inicios del siglo XX.

Los periódicos alemanes han empezado a usar la palabra amigos como termino para designar corruptelas políticas y nepotismos, vocablo que nos legó Cornelio Nepote, quien colocaba y favorecía a sus amistades y clientes en época romana. Ya sólo queda que igual que Nepote ha bautizado con su apellido la podredumbre administrativa, el adjetivo español o el nombre españolada pasen a ser conocidos en el universo del siglo XXI como la actitud picaresca ante la vida, vocablo arribado desde otra región europea en la que era difícil vivir a causa de las tropas españolas, en el Siglo XVI. Frente a este mar, considero que los españoles en general y los malagueños en particular somos gentes amistosas sin necesidad de la putrefacción que ha manchado desde el Rey hasta los vasallos. ¿Y quién arregla esto? Según informaciones, por ahora no desmentidas, el secretario para la energía de la Junta de Andalucía enganchaba de modo ilegal la luz y el agua de una casa tampoco demasiado legal. Ahora que el personaje es visible, lo primero que uno se pregunta es qué conocimientos o méritos tenía para desempeñar el cargo desde el que ha dimitido. Su currículum no lo avala. Pero ahí estaba de alto cargo con una presidente de la Junta que había prometido limpieza y esa regeneración con la que soñaron nuestros abuelos de 1898. Tararí que vi. La presidente no ha sido otra cosa que política en su vida, llega al cargo desde un sistema clientelar donde los amigos son escalones. Esa amistad se paga. La tramoya de poder se basa en amistades para trincar ERE, subvenciones o medrar en política sin otro aval que las deudas que uno contraiga en su paso por los despachos primeros de los partidos. Salvo este mar, nadie nos cobija.

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