Mi amigo Enrique es un hostelero de los que se han edificado a sí mismos. Comenzó con una hamburguesería en un barrio y a lo largo de su vida laboral ha dado trabajo a muchos ciudadanos y ha abierto y cerrado locales donde los malagueños, callejeros casi por definición, hemos saboreado los distintos atardeceres que demoran sus violetas sobre los múltiples paisajes que alberga nuestra ciudad. Si él me dice que la cosa no acaba de despegar lo creo antes que a la propaganda municipal que pinta a Málaga como destino turístico privilegiado, lo que significa que por aquí pasan criaturas, pero otra cosa es que dejen sus billetes en cantidades inmensas por estas esquinas. Pocas cosas hay nuevas bajo el sol. Unamuno distinguía entre la historia que es un río donde se reflejan sólo los grandes veleros y la intrahistoria, esa orilla rastreada por una legión de perros que husmea hambrienta los despojos de las olas. Enrique es un empresario de los que están a pie de barra incluso en las épocas de bonanza. El ojo del amo engorda al caballo. Si me dice que la cosa no, es que no. La hostelería es un sector económico peculiar. El primero que se hunde y el último que arranca. Como Málaga. Depende del dinero que sobra en el bolsillo. Aunque el hecho de que un ciudadano pueda salir y tomarse un par de vasos de lo que sea con hielo, junto algunos buenos amigos, nos distingue de las bestias y de aquellos estados soviéticos que se hundieron ahogados por el deseo que los neones occidentales provocaban en sus habitantes saturados ya de tanto gris y conquista proletaria. La hostelería se puede considerar un sector de lujo; en efecto no es una panadería ni un manantial de agua, pero a ambos negocios les genera ingresos y, además, es uno de los motores principales de nuestra economía.
En mitad de una crisis tan profunda como esta el recibo eléctrico ha subido la barbaridad que iban evitando subir los gobiernos anteriores desde 1992 o así; su efecto se ha combinado con el tarifazo del agua que nos ha clavado la política de nuestro alcalde. Sólo esos dos arponazos a la cartera general de la población suponen un disparo en la nuca para muchos negocios que ven incrementados sus gastos al tiempo que disminuyen los recursos de sus clientes potenciales, con lo que generan paro que aumenta el déficit público por falta de ingresos, que convierte la gallina en huevo y viceversa. Los suecos se encuentran en una diatriba con su gobierno porque consideran que se deben subir los impuestos para que su Estado pueda mantener los servicios que ofrece. Claro que los suecos no desayunan cada mañana con un titular sobre ERE o sobre los bolsillos a los que fueron subvenciones políticas, sindicales o empresariales, o sobre desvíos de dineros de formación laboral. Con Franco se recaudaban contribuciones, con la democracia se capturan impuestos que aunque suene peor, articulan el funcionamiento del Estado para que la igualdad revierta hacia todas las capas sociales en forma de servicios. Nada nuevo. Hitler ideó el Estado maravilloso para el obrero alemán, con ciudades de vacaciones y coches al alcance de los sueldos y autopistas. Luego tuvo que iniciar una guerra para sufragar aquel despropósito financiero. Las democracias de más viejo cuño, como las nórdicas o la de Estados Unidos, tienen muy claro lo que es Estado y lo que no. Cualquier déficit tiene que ser pagado antes o después y las deudas se hacen exigentes en el peor momento, como ha sucedido con el disparate eléctrico español. Los españoles nos hemos concedido una administración carísima que se derrama en ayuntamientos, diputaciones, autonomías, gobierno central y europeo. Si esas diferentes instancias pierden de vista lo que es Estado y lo que no, se convierten en una máquina de quemar dinero sacado de los mismos bolsillos que terminan en el desempleo por una asfixia impositiva que impide que la cosa despegue. Y no hay ni que definir la cosa. Al final a ver si terminamos en quiebra por bienestar y porque la cosa está fatal.