Como noctámbulo militante, cada noche que salgo supone para mí un elogio de la amistad y la charla con quienes paseamos iguales biotopos, léase barras de bar. El viernes me encontré con Ana, joven científica con un currículum más que envidiable. Ha exportado e importado sabiduría, experiencia y conocimiento por medio mundo y aún está con esa tarea. Ana sabe callarse y reír, con una preciosa sonrisa por cierto, en varios idiomas y, al contrario que a mí, no le da miedo entrar un aeropuerto. Si la comparo con mi generación, esto es, los nacidos en los sesenta, aquel despegue de la natalidad española, no conozco a nadie con sus características académicas. Mi agenda se dignifica con nombres de malagueños que son profesores en Columbia, por ejemplo; con artistas, científicos, políticos o periodistas, magníficos profesionales todos ellos, pero ninguno a la edad de Ana podía desplegar tantas líneas en su expediente estudiantil, vital y laboral como puede hacerlo ella. Los idiomas cuando mi adolescencia casi eran una extravagancia y la emigración se veía como un mal de próxima erradicación al igual que la pertinaz sequía. La propaganda franquista dibujaba nuestras tierras como un paraíso, envidia de los extranjeros que, una vez vistas nuestras costas, arrastrarían para siempre en el alma el latigazo de no haber nacido español. Gran parte de la generación de Ana, la de quienes no saben tararear el Cara al Sol, por fortuna, ha entendido el mundo como la aldea global que es y no como el inalterable poblado de Asterix. Quizás una de las actitudes malaguitas que el visitante percibe cuando permanece aquí durante un tiempo, sea la inamovilidad geográfica y cultural en la que se educan ciertos segmentos de nuestra población. El malagueño medio cree que su ciudad es cosmopolita y, por tanto, él también.
El representante de un organismo público alemán informaba a unos estudiantes sobre una oferta para realizar la formación profesional en aquella república. Su gobierno pagaba alojamiento, comida, estudios, prácticas en una compañía y un sueldo mensual, mil euros. Cuando tuvieran el título les garantizaban un puesto de trabajo según su cualificación. Eso sí, se tenían que marchar en julio para recibir unas nociones básicas de su lengua. Queja a mano alzada de un chico de unos veinte años. “Es que entonces nos perdemos la feria.” La emigración tiene un componente desagradable. Aún quedan en la mente las maletas de cartón atadas con cordeles a las que el subdesarrollo, casi planificado por el Banco de España, condenó a miles de familias malagueñas. El capital se polarizó en Cataluña y País Vasco y aquí quedó la mano de obra barata que marchaba a la busca de un futuro digno para sus hijos. La emigración actual, sin embargo, en gran parte, lanza al mundo expertos de primer nivel y se ha convertido en un elemento imprescindible para la oxigenación creativa de cualquier sociedad. Ana trae en la retina un concepto más calibrado de la realidad científica o social del que yo, y diría los mayores que ella, podemos tener. El grave problema para esos ciudadanos nacidos más allá del setenta y tantos es que son gobernados por mi generación e incluso por la anterior. La restitución moral, social y económica de España no puede venir de los cerebros de quienes ya hundieron este país; en sus discursos sólo figuran los ladrillos y su especulación como único método para avivar riqueza, puestos de trabajo y corruptelas. Ahí quedan los proyectos sobre los rascacielos en Marbella, como ejemplo reciente y cercano. Juventud divino tesoro y único tesoro real con el que cuenta España. Cederle el paso sería de sabios. El diablo sabe por viejo, pero el diablo sólo sabe de infiernos y nadie lo ha visto preparar un buen y sofisticado Negroni, por ejemplo, como mi amigo Antonio. Nuestros jóvenes están en este mundo de verdad, mientras mi generación lo ha estado de modo libresco; en demasiadas ocasiones, permanece cegada por el terruñerío y esa confianza en ciertos dogmas que sólo rima con ignorancia.