Como todo barrio, el mío también tiene un restaurante chino. Abrió hace años y el salón era conducido por dos señoras que con gran rapidez atendían la necesidad alimentaria de la clientela. Limpio y correcto. La variedad de platos se corresponde con el nivel adquisitivo de la parroquia. Universitarios que pueden permitirse algún viernes ese lujo con manteles de tela y sillas forradas de plástico. Jubilados que se conforman con la alegría que para la reina de la casa significa no tener que lavar platos y que le pongan todo por delante. Y quien, como yo, deambula su cansancio al medio día y no quiere abrir el frigorífico. También he visto algún que otro pretendiente menesteroso que podía invitar a la pretendida en un lugar donde pusieran cubiertos metálicos en la mesa y alguien les preguntara a ambos qué deseaban, aunque fuese sólo sobre el menú. Creo que el restaurante al que me refiero, perdonen si me equivoco, abre todos los días del año. Temprano, una de las dos camareras y dueñas se dirigía al súper del barrio; sobre la una, ya podía sentarse el comensal a cuerpo de mandarín por unas monedas. Recuerdo que un domingo de hace más de treinta años, entré solo en un restaurante chino del centro de Madrid para almorzar. Mis pasos sobre una escalera de caracol forjada en hierro por la que descendía hacia aquella presunta pagoda del agridulce no lograron despertar a la camarera que dormía sobre la mesa de un establecimiento vacío y casi a oscuras. Salí con el mismo sigilo de un gato criminal y merendé una hamburguesa, pregonada hacia la cocina con esa chulería con que los recepcionistas madrileños de aquella década pronunciaban el nombre de los productos americanos en cofre plástico, junto a patatas y refresco. El chino de mi barrio cumple, por muy pocos euros, esas funciones maternales para quien ya no vive en la casa paterna, o no disfruta los servicios abnegados de una esclava del señor que, por fortuna, cada vez son más difíciles de encontrar y convencer de su destino.
Esa familia china trabaja más allá de cualquier convenio y gana su pan de gambas con el sudor de su frente. Vistos los precios y el coste de la vida, sospecho un beneficio mínimo por cada plato. Cuando sus hijos llegaban de la escuela se sentaban a la mesa, con una educación envidiable; además de comer, allí hacían los deberes bajo la mirada de sus madres que no perdían un segundo de eficacia para atender los pedidos de la concurrencia. El cuento continúa. Hoy, además del restaurante, surten al barrio con un bazar que es también un salvavidas para cualquier urgencia. El restaurante ha contratado personal autóctono. Esta familia a base del dolor de sus riñones ha conseguido bajar un poquito el paro de sus calles y sellar varias nóminas para nuestra sociedad, a veces, demasiado acostumbrada a que le arreglen lo suyo, así como principio filosófico que alienta un buen número de pancartas y manifestaciones. La comunidad china se queja ahora de la falta de seguridad en sus comercios. Conozco un caso ya juzgado de un padre que enviaba al hijo a robar cerveza al chino. Cuando el comerciante lo siguió hasta su domicilio y le reclamó el precio de la lata, el tipo se levantó del sillón y le dio una paliza. Los pobres son lobos para los pobres. Los comercios chinos centran su prosperidad en el trabajo duro que sabe valorar el céntimo sobre el mostrador. Con los bebés sobre el regazo de la madre cuando venden un paquete de chicle, en realidad es un grupo indefenso que no se puede permitir un guardia de seguridad como una gran tienda. Su capacidad de denuncia por problemas culturales y de idioma es muy reducida. Los chinos son un ejemplo de fe en sí mismos y en que el trabajo vence todo, frase latina, no de Confucio, que por estas latitudes se borró en despachos de políticos, oficinas sindicales y aceras. La comunidad china crea riqueza para nosotros y debe sentirse integrada y segura como cualquier otro ciudadano, lo contrario construye guetos y alienta mafias a lo Bruce Lee o Fumanchú.