A pesar del ascenso en el número de turistas que llegarán a Málaga, incluso del incremento en el gasto, la cifra de empleados por temporada sólo bajó en mil personas. Paro cuando hay trabajo. El turismo ibérico se enfrenta a una temporada magnífica gracias a una labor desarrollada durante estas décadas en que los españoles se dieron cuenta de que la hostelería significaba un negocio más allá del ventorrillo y la casa de huéspedes. Las ventajas para un británico, por ejemplo, que acuda a nuestras playas malagueñas es que se encuentra como en casa. Sunday Roastbeef para el almuerzo dominical, pubs donde desgañitarse con su equipo de fútbol y un paraíso solar para pillarse la borrachera crónica del viernes noche, símbolo del inamovible carácter inglés. Otros alicientes demostrados para el turismo son el sistema de sanidad pública, junto con la colonia extranjera tan estable que dispone de su propia prensa, radio y clubes o asociaciones de ayuda que facilitan la vida a la mayoría de extranjeros que busquen pasar aquí una temporada en la que vestir con una elegancia difícil de imitar, sandalias con calcetines. El aeropuerto es otro de los atractivos de la provincia. Casi estoy por asegurar que en verano, ese mismo ciudadano británico al que me refiero puede llegar antes a Londres desde Málaga que desde Edimburgo, dada la frecuencia de vuelos. Todo ese conjunto de elementos suman unas vacaciones sin problemas que, tras once meses de trabajo, es lo que creo que busca el común de los mortales. Al menos, a partir de esa edad en la que no atraen ni el reto de escalar no sé qué, ni el de sobrevivir en no sé dónde. Edad en la que desciende la capacidad para recibir sustos, en la misma proporción en que aumenta la de poder expandir el gasto con cierta alegría. Y así aparecen en nuestros rebalajes desde Moscú a Washington, desde Estocolmo hasta Roma. Un turismo que pretende diversión, sol, agua y, en ocasiones, algo de cultura.
Las autoridades del ramo andan preocupadas con la marca España. Cada viajero que aterriza regresará a su tierra con una impresión en la memoria, además del moreno y la posible resaca. Muchos europeos han decidido vivir aquí. Cuando uno ojea y hojea los periódicos ingleses malagueños, no los traducidos, se sorprende con la cantidad de quejas que aparecen en las cartas al director. Pero bueno, esos han aprendido a confraternizar con los indígenas y no lo estarán pasando tan mal, ni será todo tan terrible, cuando no marchan a casa en el próximo vuelo y dejan de sufrir ese sacrificio que exige domiciliarse en esta tierra. Este año, además de una buena entrada de divisas, supone un escaparate que pocas veces volverá a brillar así. Un cometa que cruza el cielo con el nombre de nuestra costa clavado en la cola. Una oportunidad como pocas de recobrar un lugar de peso y consolidado como destino preferente para pasar unos días de asueto que ya cada quien se encargará de ver cómo los distribuye. Los destinos competidores del mundo árabe están todos alterados. La temporada caribeña no es la mejor. El regreso al invierno no apetece. Ante este panorama florecen nuestras fortalezas como la cima de un inmenso iceberg que esconde muchos años de inversión en infraestructuras y las ideas más o menos claras de cómo se articula una industria. Ante esto, el dato de una menor contratación predice una mala publicidad para el futuro. España es cara. Málaga es cara. Un mal servicio hostelero es imperdonable e inolvidable. He estado en establecimientos infames pero por dos euros. Soporté camareros de ocasión por cuatro. No guardo mala memoria de aquella ciudad donde no me sentí estafado. La ecuación hostelera es simple, si un camarero y un cocinero tienen que atender a veinte mesas, el local se hunde. La incógnita para Málaga se despejará en los años próximos. Hay trabajo pero no se firman contratos, lo que equivale a un deterioro seguro de nuestra imagen.