Así como la fiebre avisa de algún desajuste corporal o psíquico, cuando algo huele a podrido en Dinamarca es que algo huele a podrido en Dinamarca. Síntomas, cabezas de iceberg que ocultan corrientes submarinas u ojos de cocodrilo que revelan el terror bajo el lodo. La dirección de Izquierda Unida ha exigido la dimisión en bloque de la alcaldesa y los concejales que obtuvieron la vara de mando en ese municipio gracias a unas papeletas identificadas con el logotipo de esa coalición de partidos. Sí y no. La española cuando vota, es que vota a un partido; es la formación, más que los nombres que figuran en el papel, la depositaria de la voluntad popular. Un rápida encuesta serviría para aclarar la conciencia que el votante tiene de a quiénes otorga el poder. Bastaría con preguntar a la puerta de algún colegio electoral, con las urnas aún calentitas por el roce de los sobres y los componentes de la mesa aún somnolientos por el madrugón en domingo, cuál era el número cuatro, incluso el tres, al que se le ha regalado la responsabilidad de gobierno. Los dos primeros suelen ser conocidos, pero yo no me arriesgaría a preguntar por el segundo. Haga el lector un ejercicio de memoria. En efecto, en España se vota al partido y, por tanto, el tránsfuga es llamado con un eufemismo que sólo oculta la traición, punible con que los legisladores y jurisperitos se hubieran puesto a trabajar en ello. Sí pero no, que ya lo he dicho. En las elecciones municipales, sobre todo en las de los pueblos, eso no es así. La persona arrastra al voto, no las siglas. Así la cantidad de independientes municipales por toda España daría para formar el partido independiente aunque no se supiera muy bien de qué. El conflicto de Manilva, entre dirección de partido y cargos electos no es más que uno de los síntomas que alertan, desde hace años, de que el sistema electoral español tiene que ser modificado en varios aspectos. Siempre habrá agraviados, se implante el método que se implante. Ahora el ciudadano asiste boquiabierto a que un cargo electoral cambie de intereses y, por tanto, el sentido de su voto -poderoso caballero fue de Don Jesús Gil el billetero-, o a que un partido ordene sobre sus filas sin más concesión al raciocinio que el que permitía Don Francisco, el Generalísimo, esto es: el mayor heroísmo consiste en obedecer.
El de Manilva no parece ser este último caso, también síntoma de un concepto de municipio demasiado extendido por la faz del dios ibero. El municipio como oficina de empleo para familiares, amigos y afectos. No digo que en Manilva haya sucedido esto, que ya se pronunciarán los tribunales. Lo peor de este asunto es que cuando algo así suena de cualquier municipio, tampoco parece tan raro. Aparecen banderas del llamado municipalismo en el horizonte que se alzan frente a cualquier reforma de la Administración. Uno, y ese uno soy yo, no sabe si esos sectores patalean en defensa de la ciudadanía o porque no quieren perder el control sobre puestos en los que uno, y no tiene por qué ser mi persona, conoce nueras, vecinas y demás prójimos con esos sueldos consistoriales que serían incapaces de ganar en la calle. Algo huele a podrido en zonas del empleo público desde hace tiempo. Las puertas de entrada a la Administración estuvieron muy claras hasta que se quisieron hacer difusas. Tú me haces fijos a estos bajo cualquier fórmula y yo te permito un despachito para aquellos. Nada nuevo bajo el sol, nos viene desde Roma y se llama nepotismo. Manilva es síntoma de males que atenazan nuestro presente y condicionan el futuro. Los ciudadanos tenemos el derecho al voto en una democracia de sesgo papal, donde los políticos gobiernan al amparo de unas normas, no de una moral pública con igual rango de ley. Una vez elegidos responden ante dios y su banco. Como resultado, los diferentes corrales de la Administración se han convertido en comederos de los que obtienen la pitanza esos mismos prebostes, partidos y sindicatos que tendrían que modificar unas estructuras de las que se alimentan. Algo huele.