A veces uno tiene que hablar bien de sí mismo. Recuerdo un reportaje sobre Málaga publicado en un periódico nacional hace varios años. El texto estaba escrito por Juan Bonilla, un gaditano al que admiro por su buen hacer literario y del que me consta su cariño hacia nuestra ciudad con la que se unió por voluntad propia y por múltiples vínculos. Para ser malagueño uno sólo tiene que querer estar aquí aunque su documento de identidad esté expedido en Sebastopol o Tombuctú. Eso es una gran virtud colectiva. Así San Ciriaco y Santa Paula pueden ser malagueños incluso en el caso de que procedieran de Cartago. Los de Bilbao dicen que nacen donde les da la gana y el malagueño adquiere carta de naturaleza cuando pasea por Calle Larios. Juan se fijó, ente otros, en un aspecto muy nuestro, la crítica del malagueño hacia Málaga. Una actitud sana. A veces cansa cuando uno se encuentra ciudadanos de otros lugares tan encantados de haberse conocido a sí mismos que sólo tienen ojos para sus esquinas. El malagueño reconoce los defectos propios pero quizás habría que exhibir más las virtudes, sobre todo en un mundo globalizado donde el buen paño en el arca no se vende. La mancha del tópico con otro tópico se quita. A pesar de que los AVE españoles tienen una puntualidad de cronómetro, aún pensamos que para trenes puntuales, como los alemanes no hay ninguno. Logro hitleriano, por cierto. El concepto de la propia imagen es lo que impulsa la seguridad en uno mismo y lo que motivó a Colón a atravesar aquel océano tan repleto de miedos entonces. Málaga es una provincia que resume sola casi todos los climas de España. Los valles que la parcelan de norte a sur, junto con las planicies interiores obran el milagro de que crezcan pinsapos a pocos kilómetros de mangos y aguacates. O que el visitante pueda contemplar dos cumbres nevadas desde la tumbona junto al rebalaje. Alguna vez también tendremos que decir que Málaga es un lugar magnífico para vivir y una mini-península ibérica tan llena de posibilidades, como desconocida. Hoy me he levantado malaguita, miren ustedes.
El viernes fui invitado a la inauguración de la nueva sede del club gastronómico Kilómetro Cero que, conducido por Esperanza Peláez y Gaby Beneroso, ahora se ha trasladado al Pimpi con la misma idea que alumbró su nacimiento, esto es, difundir las bondades de la producción alimentaria malagueña. Durante el ágape sirvieron platos de un jamón ibérico del que escribo con toda sinceridad que nunca he probado ninguno mejor. Malagueño de Faraján. Reconozco mi ignorancia porque no sabía que en Faraján hubiera esa magnífica elaboración de jamones. El buen jamón tampoco se vende en el arca. Las empresas malagueñas están exportando pero no lo suficiente como para conseguir que el paro descienda a niveles similares de cuando la fiebre del ladrillo. Aún hay datos difíciles de comprender. Las compañías malagueñas están intentado la conquista del mercado ruso donde el potencial de crecimiento aún es muy alto; sin embargo, según los datos, la exportación hacia Gran Bretaña es inferior a la que se realiza hacia Marruecos a pesar del la diferencia de poder adquisitivo de una y otra zona, y a pesar de que raro será el ciudadano británico que no se haya dado un garbeo por estas playas. Algo falla cuando el turista, esto es, la persona que recibe la publicidad de un lugar en directo y además paga por ello, no se lleva de regreso ese espectacular jamón de Faraján, los vinos de lujo Ronda, los aceites antequeranos de producción limitada, o esas garrapiñadas que mi amigo Álvaro cocina con tanto esmero en su Mijas natal. Y aquí el lector puede ampliar la lista según su gusto. Málaga se vende sólo como sol y playa. Por fortuna una postal consolidada que facilitó su transformación en Costa del Golf. Ahora los caminos conducen hacia la cartelería que difunda en el mundo las muchas excelencias naturales con las que los dioses bendijeron a esta tierra. Habrá que hablar bien de uno mismo.