Cuando yo era pequeño, allá por los inicios de los setenta, no existía la moda de Papá Noël o Santa Claus, o Santa para los amigos, quien según parece tiene problemas de personalidad con su nombre. Otros lo tienen con su condición ciudadana. Sólo llegaban los Reyes Magos. Y gracias. Que tampoco entraban en todas las casas. El callejero español de entonces tenía demasiadas chabolas, no siempre bien identificadas y con mucho suelo sin urbanizar. Ya se sabe que la realeza, aunque oriental y ficticia, nunca encaja bien en esos sitios, al contrario que los camellos, curiosa paradoja. La España de hoy abunda en alcantarillas cómodas para todos. De niño siempre pedía pistolas y rifles. Alguna vez, los Reyes se estiraron un poco más y llegaron acompañadas de los atributos del sheriff, esto es, no sus órganos reproductivos, sino una estrella de plástico que me autorizaba para perseguir perros y gatos por las calles, más atemorizados con mis gritos que por aquellas mínimas detonaciones de mi Colt45. Yo creía que era un niño raro de esos que hoy llevan al psicólogo cuando piden un juguete bélico, que los padres con gran tino y destreza negociadora suelen cambiar por juegos informáticos donde se exterminan humanoides y otras bestias. Sin embargo, ayer leí en La Opinión que no sólo no era el único a quien gustaban las estrellas, grilletes y pistolas, sino que existe quien ha sido más hábil y sigue consiguiendo ese tipo de prebendas ya de mayor. Por si no fuera poco mi frustración, encima descubro que los reyes malagueños son más generosos y efectivos que los que a mí me ampararon en mi Antequera natal. Desolado, diría un francés. Miserable, que hubiera escrito un inglés. La policía municipal detuvo a un conductor y este enseñó su placa auténtica de policía local, junto con su carné oficial firmado por la reina maga, Celia Villalobos, alcaldesa que, al igual que Simón el asceta que se subió a la columna en la película de Buñuel, se atribuyó la potestad divina de ir repartiendo bendiciones en este caso en forma de placa que te convierte en autoridad nada más se exhiba. La vida es una tómbola. Igual que yo me llevaba mi estrella de sheriff al colegio para perseguir a los malos durante el recreo, este tipo portaba su credencial por lo que pudiera pasar, no sabemos si con los buenos o con los malos. Por lo pronto, intentó saltarse un control de la policía como si esos asuntos fuesen propios de patio del colegio. La policía lo capturó y se destapó el roscón navideño en que encontró la placa.
Una placa de policía significa un regalo singular cuando el sujeto que lo pretende pasa de los diez años. Yo capturaba cuatreros imaginarios, pistoleros con quienes me disparaba onomatopeyas y piedras si la situación se ponía violenta. Hoy no sé muy bien lo que haría con una placa real; a estas edades no sé si es preferible perseguir malos o tomarse copas con ellos. El caso es que poseer uno de estos distintivos debe ser interesante porque ese tipo la debe de llevar encima en todo momento. No sé ustedes, pero en veinticinco años de conductor, habré pasado unos cinco controles, ninguno de la policía local de Málaga. La necesidad de una placa que eluda una inspección revela o una actitud infantil propia de psiquiatra, o necesidad propia de mafioso. Esos asuntos sucios se parecen a las cucarachas. Si ha aparecido uno es que posiblemente haya más bajo las alfombras. Quizás esas placas auténticas otorgadas bajo el toque mágico de la falsedad expliquen leyendas urbanas que a uno le llegan por esas barras de dios, donde se habla de presuntos policías que, placa en mano, han querido marcharse sin pagar las copas del bar, o la factura del burdel. Un eficaz servicio el de los agentes que detuvieron a este individuo y que, tal vez, hayan destapado un colectivo. Ahora nos queda saber si la corte engañaba a Celia Villalobos que con gran irresponsabilidad firmaba lo que sus subordinados le ponían por delante; o si, en efecto, se creía la reina maga de Málaga que transformaba en autoridad principesca a cuanto sapo le debiera favores. Feliz año.