El ser humano se diferencia de la mayoría de los animales por su capacidad de reírse. El humor es un rasgo de inteligencia, dice la psicología. Esa afirmación debería de ser muy matizada. Unos locutores de la radio australiana gastaron una broma telefónica a una enfermera del hospital británico “King Eduard VII”. Se hicieron pasar por el Príncipe Carlos y por la Reina Isabel II del Reino Unido, y preguntaron por el estado de salud de su familiar embarazada, la Duquesa de Cambridge. La información obtenida por aquellos impostores no tenía ninguna relevancia, pero la sensación de ridículo de la enfermera fue tal que, según parece, ha desencadenado su suicidio. El paso entre la pérdida de la vida y la broma no es inmediato por supuesto. El suicido corre contra el más elemental instinto de permanecer en este mundo. No se puede culpar directamente a la emisora australiana de la tragedia, pero sí de una evidente falta de elegancia para abordar la diversión transmitida por sus ondas. Una gracia sin gracia que ocasionó la desgracia, si me permiten el juego sintáctico. La relación de los humanos con el sentido del humor y el sentido común se muestra a veces tortuosa y distante. La Guardia Civil detuvo hace un par de meses a un individuo (me niego a llamarle “señor”) que se dedicaba en sus momentos de ocio creativo a enfocar con un rayo láser a las cabinas de los aviones que estaban aterrizando en el aeropuerto de Málaga. Si deslumbraba al piloto lo mismo se estrellaba el avión y así él echaba un buen rato en una existencia que se revela tan aburrida como la de un gusano de estercolero. Parte de la humanidad aún no comprende que el acto de la broma se produce cuando la sonrisa fluye desde ambas partes. Pues no sé, un grupo de amigos se confabulan para que yo encuentre tres bailarinas de estripitís escondidas bajo las sábanas cuando llegue a casa después de un día agotador. Pues eso sí me parece una broma. Y a ver cuándo se enrollan un poquito mis amigos. Ridiculizar a una trabajadora ante miles de oyentes valiéndose de este privilegio transmisor del que disponemos quienes tenemos acceso a los medios de comunicación, sólo significa un burdo ejercicio de prepotencia.
Ese tipo de humoradas grotescas y venenosas se basan sobre un sentimiento de superioridad. El alicantino Carlos Arniches, por cierto, emparentado con familias malagueñas, retrató estas actitudes y sus efectos en “La señorita de Trevélez”, pieza que, por fortuna, ha envejecido mal sobre el escenario. Les recuerdo con una gruesa pincelada. Los miembros del Guasa Club se están burlando de una mujer a la que preparan un falso noviazgo. Entre esas páginas quedan retratados muchos casinos de aquella España clasista e inculta donde el aburrimiento provocaba esos juegos que sólo buscaban el bochorno del otro y, por qué no, incluso su deshumanización. Si no aguanta una broma, que se vaya del pueblo. La escuela española ha hecho unos enormes esfuerzos en las últimas décadas para desterrar de las aulas esos comportamientos y mostrar las secuelas que los chistes y las gracias provocan en quienes las sufren. A veces, la lección que conlleva cualquier programa sensacionalista, radiofónico o televisivo, arroja a la basura mental de algunas criaturas, esos esfuerzos de educación familiar y social que empujan en sentido contrario. Ahí se encuentra uno de los motivos más claros de la responsabilidad que el periodista, y el medio para el que trabaje, tienen respecto a su auto-censura frente a las ideas que se vayan a desarrollar para ganar cuota de mercado, esto es, beneficios económicos. Así de complejo es el hombre. Por un lado ambiciona fama y dinero; por otro, desea sentirse superior a sus iguales. En el otro plato de la balanza es vulnerable al ridículo, a perder esa propia imagen a la que toda persona tiene derecho. Cuando alguien olvida esas múltiples facetas que nos dibujan, gasta esas bromas tan poco afortunadas y con un control de sus consecuencias que escapa a cualquier cálculo.