Guadalhorce

1 Oct

Así es Málaga, tierra donde uno necesita armarios grandes con todo a mano. Tan pronto el sol ordena desnudarse de abrigos en mitad de febrero, como una borrasca diluye en gotas el deseo de playa y gazpacho. Las chanclas junto a las botas y la mantita plegada cerca del ventilador. Mi querido Carlos Marzal dice que la vida engancha porque sorprende; quizás, por eso Málaga enamore. Y así es este cielo desde que yo tengo memoria, y según leí en la prensa del Siglo XIX y en textos de viajeros, y según sabe todo el mundo, excepto esas autoridades encargadas de las infraestructuras, que arreglan nuestra provincia mediante remiendos cuando llegó el roto. Este doce-doce cabalístico se mueve entre nosotros como los toros resabiaos, a la busca de la sangre. Del incendio a la inundación en Apocalipsis de bolsillo. El hombre no puede luchar contra la naturaleza, pero sí evitar la pelea, rasgo que establece una diferencia cruel pero tajante entre países desarrollados y destartalados. No cobra lo mismo un terremoto por actuar en Japón, por ejemplo, que en Turquía. En un lugar lega imágenes anecdóticas para televisión, mientras que en el otro exige luto y lágrimas. Nadie puede evitar que un descerebrado deposite ascuas junto a un bosque en un día de viento durante una sequía, pero sí son fáciles de impedir construcciones fuera de un orden urbanístico, que se establece, entre otros motivos, para que disminuya el caos que conllevan esas contingencias o intentos de crimen colectivo. Con organización las catástrofes son menos, como las penas con pan. Ningún ingenio aún evita que varios factores climáticos se confabulen para que las nubes nos entreguen el agua del año en un solo plazo, pero sí disponemos de arquitectos para que tracen sobre el papel las escolleras que conduzcan la riada, y para que el Guadalhorce transcurra por un cauce civilizado puesto que se ha convertido de hecho en un río casi urbano.

Cuando el curioso ve fotos antiguas de las recurrentes inundaciones de Málaga capital descubre el Guadalmedina como una rambla, esto es, cauce sin caudal permanente, que por zonas se encontraba casi al mismo nivel que las casas. Allí los malagueños arrojaban basuras o mobiliario desechado, y sobre el lecho seco se instalaban chabolas y comercios. El agua puso las cosas en su sitio varias veces, que es lo que hace el agua cuando le quitan lo que es suyo. Una vez reforestados los montes aledaños a la ciudad y encauzada la corriente entre muros con un ancho apropiado, el Guadalmedina discurre entre nuestras calles sólo como un inconveniente estético, no como un látigo. Ahora queda la doma del Guadalhorce. Las obras realizadas en la desembocadura han demostrado su efectividad en varias ocasiones y evitan que las aguas se desplacen hacia las barriadas del oeste de la ciudad como si de un oeste montuno y de película se tratase. Pero el río también transita desde el Puente de la Azucarera hasta los embalses, espacio al que las tormentas han traído muerte y ruina. Los holandeses sufrieron una inundación marina en los años cincuenta. Desde entonces dedicaron todo el esfuerzo de ese pequeño país a fabricar una barrera con tecnología de vanguardia que contuviera el ímpetu del Mar del Norte al que no han concedido la segunda oportunidad de matarlos. Cuando las aguas malagueñas regresen a su cauce, las distintas administraciones implicadas deberían de aplicarse a la elaboración de un plan que prevenga estas situaciones causadas por la desidia que produce la calma, no por los caprichos del clima. Luce el sol de domingo mientras escribo. Regresarán las lluvias con su costumbre de saña aunque no sepamos cuándo, como los terremotos a Japón, o las mareas a Holanda, fenómenos menos dóciles que el Valle del Gudalhorce donde la desgracia por lluvias sólo es imputable a olvidos y negligencias en una obra pública elemental y con décadas de retraso inexplicable.

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